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Barcelona

20-25 Septiembre 2005

 
 
     
 

LEY Y LIBERTAD:

ÉTICA Y POLÍTICA PARA EL SIGLO XXI

 
 
 
     
 

  

LEY, LIBERTAD Y JUSTICIA EN TOMÁS DE AQUINO, HABERMAS Y RAWLS
 
 
 
Prof. Fernando Pérez-Borbujo Álvarez.

Universidad Pompeu Fabra (Barcelona)

 

 

SUMMARY: My purpose in this paper is to demonstrate the actuality of Thomas of Aquinas’ thought about law, freedom and justice. For this reason I revise the discussion between Rawls and Habermas about the possibility of a Theory of Justice in order to legitimate the political configuration of State in pos-metaphysical and multicultural societies under the light of Aquinas’ reflections about justice and law. I’ll try to show in which way Aquinas’ conception of law and justice is close to Rawls’ and Habermas’ reflections. Although a lot of prestigious commentators have put emphasis about the classical and theological aspects of Aquinas’ thought they have forgotten, in my opinion, the revolutionary aspects of Aquinas’ reflections about law, freedom and justice, in which we can see the vision of a very rationalist and modern conception.

 

In the case of Tomas of Aquinas we can see his peculiar conception about the relations between the whole of all virtues and justice. Justice is not only a moral virtue but too the most principal virtue because it regulates the relations between intelligence and will. By other side, in relation with the Aquinas’ conception of law, we can see the complex relations between eternal, natural and positive law. In this point Tomas of Aquinas shows us his modernity and peculiarity because, in the same line of Rawls and Habermas, he finds the legitimation of law in its rationality and morality, in its concordance with human conception of fairness. Finally, Tomas of Aquinas’ theory of Monarchy will be very important in relation with Rawls and Habermas’ theory of justice. In Tomas of Aquinas’ thought Monarchy is the best political system debt to criteria of justice. Monarch must be elected or deposed only for reasons of justice, for his personal capacity to legislate in order to natural and eternal law, which morally obligates to anybody in an universal legislature.

 

Rawls, in Theory of Justice, has proposed two principles of justice to legitimate a well-ordered society. One of them deals with the basic system of liberties and rights and here we can find a very straight connection with Tomas of Aquinas’ elaboration of natural law. The other one is referring to an equal distribution of goods in society. This fair distribution of goods and contributions is a modern elaboration of Aristotle and Aquinas’ conception of distributive justice. Justice as fairness is the attempt to put together liberty with equality. In this line we prosecute the reflections of Aquinas about the distributive justice in relation to the political charges and commercial deals.

 

These two principles of justice must be accepted by any rational being situated in an “original position” in which he doesn’t know his future position in the social whole. This regulative idea must give us a rationality justification of our distribution and organization of the State.

 

In this point of Rawls’ argumentation appears the controversy with Habermas. Habermas had formulated his philosophical proposal of a “communicative reason”, free of legal and public interferences, in which free and rational beings, through a dialogical reason, are able to reach an agreement about the principles of justice.  Habermas see the basic difference with Rawls’ theory of justice in the sense of “original position” because he thinks that this hypothetical situation is based upon the ignorance of rational beings: in the world of life we cannot meet a subject like this. In Political Liberalism, Rawls has recognised that the two principles of justice have to do with the liberal tradition but is very difficult and impossible to translate this in pos-metaphysical and pos-nationalist societies in which the only way is to reach an “overlapping consensus” between the different visions of the worlds and paradigms. In this point Habermas finds in law the way to articulate a very interesting process of legitimation of a practical reason. Law is a frontier in which moves facticity and validity. In the historical conformation of law Habermas see the confirmation of his communicative reason as a practical reason. This speculation about law is close to Aquinas’ speculation about the interaction between eternal and natural law, and its concretion in positive law and human codes.

 

To summarise, Rawls and Habermas’ conception of law and justice, seen from Aquinas’ conception, show us like a classical thought in a liberal sense in which the most important is the defence of basic rights and liberties of individual, the rationality of law and the moral sense of justice in the organisation of society. From this point of view is very logical to think in the existence of eternal and recurrent problems in the field of ethics and politics. In the case of Tomas of Aquinas’ thought about law and justice, seen of the modern controversial between Rawls and Habermas about theory of justice, show us like very rationalist and surprising modern.

 

 

 

1. Ley, justicia y libertad.

 

Resulta evidente que toda teoría de la ley y la justicia está ligada indefectiblemente al marco de la «ciudad». Desde la República de Platón, los análisis llevados a cabo en la Ética a Nicómaco por Aristóteles y retomados posteriormente por Tomás de Aquino, hasta ya en nuestro siglo en la Teoría de la Justicia de Rawls o en Facticidad y Validez de Habermas, la verdad es que toda teoría de la justicia es indesligable de una teoría del Estado y de la polis. La ciudad se constituye a causa de la necesidad de colaboración y cooperación para la viabilidad de la vida humana y su perfeccionamiento, lo cual  conduce a la división del trabajo y a la repartición de funciones en el marco de un todo orgánico. Las problemáticas relaciones entre individuo y sociedad son las de dependencia y ayuda mutuas.

 

Aunque algunas tradiciones enfatizan el carácter restrictivo de la ley y del Estado sobre el individuo; y otros focalizan su mirada sobre la cooperación y el perfeccionamiento, lo cierto es que el ser humano está dotado de una naturaleza racional, inteligente y libre, que establece la necesidad de una organización social que aspire a la justicia, como fuente de legitimación del poder y del uso de la fuerza en consideración al sujeto moral como autónomo, racional y libre. En toda filosofía moral y política se da este nudo inextricable de la justicia. La justicia no es tan sólo una virtud moral, ligada al comportamiento individual y en orden al propio fin, sea este el bien o la felicidad, sino una virtud civil y política que regula las relaciones entre individuos y de éstos con el Estado o la autoridad establecida. Resulta imposible, por tanto, postular una ruptura entre las concepciones que poseemos de la ley civil emanada de una autoridad política y nuestra concepción de la justicia. No obstante, tanto Tomás de Aquino como Rawls y Habermas parecen tener claro que la moral y la política son dos esferas diferentes, que no pueden ser confundidas. Así se deriva de muchas afirmaciones de Tomás de Aquino referentes a lo que se le puede pedir al hombre en el ámbito de la justicia y la política, y lo que le pide su conciencia moral, marcando pues indirectamente un hiato entre moralidad y legalidad. De igual manera, en su personal evolución intelectual, Rawls llega a afirmar que su concepción de la justicia como equidad es política y no metafísica (RAWLS 1986, 23), y ante el problema acuciante de dar cobijo en formas de política democrática a países y personas que no pertenecen a una tradición liberal, recurre a la idea de un “consenso entrecruzado” (overlapping consensus) en el que se afirma la escisión entre las razones políticas y las razones morales, religiosas o metafísicas, por las cuales una serie de individuos se autolegislan bajo una forma política determinada.

 

En cualquier caso esta afirmación de que la esfera de la moral va más allá de la ley y de la justicia política no quiere decir que la justicia esté al margen de la moral o más allá del dictamen de la conciencia. Por el contrario, la legalidad apela a un reconocimiento moral que le confiera legitimidad racional y moral.

 

En este margen fronterizo entre el sentido de la justicia moral, diríamos, y la organización justa de la mutua colaboración en el marco de la ciudad o el Estado gobernado por las leyes humanas, se mueve la presente reflexión que pretende iluminar, como en un juego de espejos, la concepción contemporánea de la política desde una reflexión medieval, mostrándonos así la modernidad del pensamiento tomista en aquello tocante a la ley y la justicia; y, por otro lado, la persistencia de problemas eternos en el marco de la filosofía moral y política que, aunque cambien de rostro o de máscara, apelan a los mismos fundamentos o principios.

 

 

2. El concepto de justicia en Tomás de Aquino.

 

Sin duda, Tomás de Aquino prosigue en muchos puntos de sus reflexiones sobre la justicia las expuestas por Aristóteles en la Ética a Nicómaco y en la Política. En ellas encuentra raigambre la noción de la justicia como virtud moral, a caballo entre las virtudes morales y las intelectuales, jugando un papel especial en el marco de la ordenación y vivencia de las virtudes. La justicia exige el concurso de las otras virtudes cardinales (fortaleza, templanza, prudencia, etc.), pero ninguna de éstas puede darse a su vez sin el dominio de la racionalidad humana, de la prudencia guiada por las virtudes intelectivas sobre los apetitos y tendencias de la naturaleza humana. La rectitud de juicio, la prudencia misma, no es operativa sin esta virtud de la justicia que parece estar inserta en cada una de las demás virtudes.

 

A pesar de que la virtud radica en obrar conforme a la razón, otorgando con ello la prioridad a la vita contemplativa sobre la vita activa en Tomás de Aquino, lo cierto es que como ya ocurre en la Aristóteles, la imbricación entre inteligencia y voluntad es total, como lo muestra el nudo entre virtudes intelectuales y morales. Curiosamente el intelecto, y sus virtudes propias, permiten la deliberación acertada de los medios conforme a un fin, pero nada dice sobre la rectitud del fin, porque la inteligencia está irrigada de tendencias naturales y apetitivas que son el corolario mismo de la voluntad. La disposición de la voluntad respecto al fin tiene una extraña implicación con la justicia, como cabe interpretar de estas palabras de Gilson en su conocida obra El tomismo. Introducción a la filosofía de Santo Tomás: “Tal es especialmente el caso de la justicia, que asegura el valor moral y la rectitud de todas las operaciones en las que están implicadas las ideas de lo que es debido y de lo que no es debido; por ejemplo, las operaciones de venta o de compra suponen el reconocimiento o rechazo de una deuda respecto al prójimo; dependen, pues, de la virtud de la justicia.” (GILSON 1989, 467).

 

El pensamiento tomista sobre la ley es más complejo e intrincado ya que, por un lado, se desliga en cierto modo de las reflexiones griegas, sin abandonarlas del todo, para ampliar y completar el concepto de ley con resonancias judías y  bíblicas. La ley es una norma que prescribe o prohíbe una acción; es la regla para una actividad. La ley tiene un carácter universal y obliga. En este carácter de “obligación” se cifra todo el poder del término ‘ley’. En este punto se nota la poderosa influencia de la cosmología y ontología neoplatónica que, junto al estoicismo, dejaron la impronta de la reflexión de los primeros Padres sobre el lugar del hombre en el cosmos y su ordenación como manifestación o revelación del logos divino en el mundo. Desde este punto de vista la ley es para Tomás de Aquino la ley del ser que en forma de naturaleza propia se despliega en el reino físico y se eleva hasta el reino humano. El animal padece la ley y sigue su fin sin conocerlo, mientras el hombre puede conocer esta ley y seguirla voluntariamente.

 

Para Tomás de Aquino toda ley es fruto de una ley eterna con la cual Dios rige el Universo (Contra. Gent., III, 15; Sum. Theol. Iª IIªe, 91, 1 y 93, 3.) Esta ley eterna se manifiesta en cada ser según su naturaleza, lo que permite a Tomás de Aquino hablar de una ley natural según la cual cada cosa propende a su fin natural. La ley natural, más básica y universal, es la de “hacer lo bueno y evitar lo malo”. Las leyes naturales se cifran en tres prescripciones básicas: en tanto que ente que tiende a perseverar su propio ser, nos encontramos con el “instinto de conservación”. El segundo precepto es el propio de la condición animal: reproducirse, educar y alimentar a la prole. El tercero, la búsqueda del bien, en tanto que ser racional.

 

Y es aquí, como veremos a continuación, donde comienza el entronque con Habermas y Rawls, y con el pensamiento heleno sobre la ley y la justicia en general. El fin racional del hombre sólo se cumple en el marco de la ciudad y, por tanto, de la cooperación humana. Gilson lo resume así: “Vivir en sociedad, para poner en común los esfuerzos de todos y ayudarse unos a otros; buscar la verdad en el orden de las ciencias naturales o, mejor todavía, en lo que respecta a la suprema inteligibilidad que es Dios; correlativamente no hacer daño a los hombres con los que debemos vivir, evitar la ignorancia y esforzarnos por disiparla, he ahí otras tantas prescripciones de la ley natural, la cual no es a su vez más que un aspecto de la ley eterna querida por Dios (Sum. Theol., Iª IIª e, 94, 2, ad. Resp.).

 

De esta ley natural emanan, para Tomás de Aquino, todos los derechos fundamentales del hombre (el sistema de libertades y derechos básicos como se recoge en el primer principio de justicia formulado por Rawls). Cualquier sujeto racional puede llegar al conocimiento de estos principios fundamentales. Como es sabido la escuela del iusnaturalismo se basaba en esta concepción de un derecho natural para argumentar y defender la existencia de unos derechos básicos del hombre, que desde esta concepción son previos a cualquier legislación de derecho positivo y deben ser respetados por ella.

 

No obstante, entre esta universalidad de la ley natural, que abarca los derechos de todo lo viviente, y la legislación positiva de los distintos pueblos a lo largo de los tiempos media aún un paso más. Entre los principios universales de justicia que todos pueden aceptar de un modo universal y la aplicación práctica se abre un hiato que la «ley humana» parece intentar llenar. Según Tomás de Aquino, la ley humana se ha de adecuar a la ley natural y eterna. En este punto se muestra el poderoso intelectualismo y racionalismo tomista que cree que la inteligencia de un ser racional y libre, de un agente moral, puede llegar por sí mismo al conocimiento de estas verdades básicas y fundamentales. La legislación debe recoger y aplicar este conocimiento del hombre moral y justo a la legislación concreta de cada país y cada pueblo de modo que el justo no siente ni nota la ley, mientras que para el hombre injusto o no virtuoso, la ley es la presencia del delito y la mala conciencia. En el fondo, esta explicación de la génesis de la ley positiva adecuada a la ley natural y a la ley eterna no es nada más que la afirmación tomista de que las leyes sólo vinculan moralmente al hombre cuando tienen por objeto el bien común y en la medida en que son justas. Como veremos, estas exigencias que Tomás de Aquino prescribe para el ordenamiento civil, para la ley humana, son las mismas que establece Rawls para que los agentes racionales puedan obedecer las leyes de una sociedad bien ordenada.

 

Interesante resulta también, para el motivo que aquí nos ocupa, la naturaleza de la relación que Tomás de Aquino establece entre la ley y la sanción. Según Tomás de Aquino la sanción es la restitución originaria de un equilibrio originario de justicia. De este modo la ley eterna se cumple en el justo mediante la relación de la ley participada libremente, y en el injusto, mediante el castigo o la sanción. Se apela, por tanto, a una ley de justicia inmanente al mundo, que al igual que el destino o ananké griegos, restituye o premia la acción ipso facto.

 

Esta concepción de la justicia como ananké, que no anda alejada de la de los autores modernos, explica muchas de las peculiaridades del pensamiento tomista sobre la justicia. La justicia “es la disposición permanente de la voluntad a restituir a cada uno su derecho” (Dig. I, 1; Sum. Theol. IIª IIª e, 58, 2, ad. Resp. y 4 ad Resp.) En esta línea Tomás de Aquino sigue la distinción establecida por Aristóteles entre justicia conmutativa, que regula las relaciones entre iguales, y la justicia distributiva, que regula las relaciones del individuo con la autoridad o el Estado.

 

Sin embargo, entender la justicia exclusivamente en el marco de las relaciones entre individuos es uno de los errores de Aristóteles que  condujo a Tomás de Aquino a afirmaciones tan paradójicas como que las relaciones entre padre e hijo no están sujetas a derecho por aquello de que filius est aliquid patris, y la consecuencia es que respecto a uno mismo no se tiene, stricto sensu, derechos. O que, en el dominio de la justicia distributiva, siguiendo el mismo planteamiento, el bien común esté tan por encima del individuo: Tomás de Aquino defiende la pena de muerte, en el caso de amenaza grave para la sociedad, apelando al argumento de que el bien común está por encima del bien individual (Sum. Theol. II ªe. 64, 2, ad. Resp.), y pena el suicidio basándose en el principio de autoconservación y de pertenencia al todo social, por encima de uno mismo.

 

La justicia distributiva nos enfrenta con la gravísima dificultad de encontrar la medida justa para los casos y relaciones disimétricos. Así lo formula Gilson: “Cuando el Estado quiere distribuir a sus miembros la parte de los bienes de la comunidad que les corresponde, tiene en cuenta el lugar que cada una de estas partes ocupa en el todo. Pero estos lugares no son iguales, pues toda sociedad posee una estructura jerárquica y pertenece a la esencia misma de un cuerpo político organizado que todos sus miembros no sean del mismo rango. Así sucede en todos los regímenes. En un estado aristocrático, los rangos están señalados por el valor y la virtud; en una oligarquía, la riqueza reemplaza a la nobleza; en una democracia, es la libertad, como se suele decir las libertades de las que gozan, las que establecen una jerarquía entre los miembros de la nación” (GILSON 1989, 546-547).

 

Todo intento de igualar la disimetría social, como ya lo expusiera Aristóteles en su Ética a Nicómaco, sólo puede solucionarse mediante una igualdad que no es aritmética sino geométrica: la proporcionalidad. En este punto es donde más se aproximan las concepciones de Rawls y Tomás de Aquino puesto que, como éste expone pormenorizamente, la acepción de personas atenta gravemente contra la justicia distributiva, así como los tratos de favor, o la falta de libre acceso a los puestos de poder. En esta línea creo que Gilson está en lo cierto cuando sostiene que “jamás admitiría Santo Tomás que el comercio pueda controlar legítimamente, como es el caso de las sociedades capitalistas, el intercambio y la distribución de los bienes necesarios para la vida. Todos los problemas de este tipo dependen directa o indirectamente del Estado, cuya función propia es asegurar el bien común de los sujetos” (GILSON 1989, 569).

 

La justicia distributiva apela pues al gravísimo problema de conjugar libertad e igualdad en el marco de un Estado dividido funcionalmente, marcado por la perentoriedad de la cooperación mutua y necesitado de unidad y organicidad. Por este motivo el Estado ideal, como para Platón era la República, al igual que para Aristóteles, es para Tomás de Aquino la Monarquía. Su argumentación es la de que el gobierno de uno solo asegura mejor la unidad del conjunto social y sus fines; el miedo a la tiranía puede y debe darse ante cualquier otro régimen, pues todos pueden degenerar en formas de tiranía. Apoyándose en el argumento del mal menor, no duda en afirmar que la degeneración de la Monarquía es mejor que la degeneración de un gobierno pluralista (TOMÁS DE AQUINO 1989, 27 y ss). No obstante, esta Monarquía no la entiende como la fundamentación en un derecho divino de un poder político, sino en la elección de un hombre justo como la del mejor gobernante para el Estado. Queda claro por su afirmación de que el rey ha de ser elegido, y su poder debe ser limitado por el ordenamiento del gobierno para evitar que degenere en un tirano, y, llegado el caso, hay que hacer uso de los medios que tienen sus electores para deponerlo. Por tanto, el pensamiento de Tomás de Aquino está a años luz de aquellos que ven una legitimación del poder del rey en el derecho divino (GILSON, 580 y ss). Una lectura atenta nos muestra cómo el rey sólo es legítimo gobernante cuando gobierna conforme a la ley natural y a la ley eterna, es decir, cuando su gobierno está legitimado por la justicia que posee un fundamento racional.

 

Sabemos que la segunda parte del texto de la Monarquía se perdió, lo cual, dado el amor al detalle que ejercía constantemente en sus disputas y discusiones Tomás de Aquino, constituye una pérdida inmensa porque, de haberse conservado, nos hubiera enfrentado con la gran cuestión que acometieron las teorías de las justicia en el siglo XX: la de la razón procedimental. ¿De qué manera agentes racionales y libres pueden llegar a la elección de una sociedad bien ordenada según principios y criterios de justicia universalizables? Como luego Habermas le criticará al mismo Rawls, haciendo referencia a su idea de la “posición originaria”, afirma Gilson:  “No parece que Santo Tomás haya llegado en este punto más allá de la determinación de los principios. No previó ningún plan de reforma política ni constitución para el futuro. Se diría más bien que su pensamiento se mueve en el mundo ideal, en el que todo transcurre según las exigencias de la justicia bajo el mandato de un rey perfectamente virtuoso. Estamos no importa dónde, en una ciudad o en un reino, un reino de tres o cuatro ciudades. Elecciones populares han llevado al poder a un cierto número de jefes, todos ellos escogidos por su sabiduría y virtud: Tuli de vestris tribubus viros sapientes et nobiles, et constitui eos principes” (GILSON 1989, 580).

 

La disputa entre Rawls y Habermas, uno con su famosa hipótesis de la “posición original” y el otro con la “comunidad ideal de diálogo”, remite a uno y el mismo problema: ¿Cómo pasar de una concepción racional de la justicia a un uso práctico de la misma en el ámbito político? Dicho problema se refleja en la necesidad de articular políticamente la armonización de igualdad y libertad, o sea, de realizar una sociedad justa. La inteligencia y la libertad —el dominio y el poder sobre el propio acto en relación a dos cosas contrarias (Contra gent. II, 48)— son las grandes armas que todos ellos defienden como único camino para que la justicia se lleve a cabo en el espacio político.

 

 

3. La Teoría de la justicia de Rawls.

 

Para Rawls, como para Tomás de Aquino, el objetivo último de la política radica en la justicia como fundamento mismo de una sociedad bien ordenada, que asegure la convivencia y la cooperación mutuas. El agente moral —aquel dotado de un sentido de justicia (RAWLS 1986, 1-3)— no puede aceptar la legitimación de ningún otro tipo de poder o autoridad a menos que concuerden con su sentido de justicia. También Tomás de Aquino venía a afirmar que la legitimación de la Monarquía se basa en la justicia del gobernante que ha de coincidir en su legislación positiva con la ley natural y la ley eterna, de modo que el sujeto para Tomás de Aquino no se encuentra ligado, obligado, por ninguna ley humana que se oponga a la ley natural, y mucho menos a la ley divina.

 

Este sentido de la justicia de un agente racional se fundamenta para Rawls en que sea capaz de dar razones a favor o en contra de las acciones que acomete en una situación de confrontación o litigio. A ese sujeto dotado de un sentido de justicia y que se basa en el carácter dialógico del lenguaje le denomina Rawls un “ser razonable”. Dichos sujetos razonables son los posibles sujetos de un pacto o acuerdo en el marco de una “posición originaria” para encontrar los principios de justicia según los cuales proceder al ordenamiento institucional del Estado. En este sentido, el paradigma desde el que parte Rawls no difiere tanto del que parte Tomás de Aquino cuando afirma que la ley eterna está participada en el hombre en tanto que ley racional, pero cuyos principios y consecuencias pueden extraerse de lo que denomina “derecho de gentes”(GARCÍA 1990, 87-93). La noción rawlsiana de “justicia como equidad” (justice as fairness) apela a esta idea de que es posible que agentes racionales y libres, situados en una situación de igualdad, se pongan de acuerdo sobre los principios básicos de justicia que han de regir el ordenamiento social.

 

En segundo lugar, al igual que Tomás de Aquino acepta de Aristóteles la idea según la cual la acción ética humana se basa en una ética de fines orientada por el bien, también en Rawls encontramos este punto de partida en su definición de lo que es un agente racional (RAWLS 1999, 11).

 

Donde parecen divergir, sólo aparentemente, es en la inserción de su pensamiento liberal en el seno de una tradición contractualista. Parecería absolutamente desacertado afirmar que en Tomás de Aquino se encuentra una idea de un pacto originario como fundamento mismo de la República. No hay ninguna forma explícita de parlamentarismo en el pensamiento de Tomás de Aquino, pero sí hay una cierta preconcepción de la contractualidad como origen del contexto social, como vimos anteriormente.

 

La idea de una sociedad bien ordenada (well-ordered society) se sostiene en una forma de experimento mental que conducirá a la admisión de los dos principios de justicia defendidos por Rawls: el principio de igualdad de libertades y el principio de justa distribución. El punto de partida es una posición especulativa, puramente hipotética, llamada “la posición originaria”, en la que los agentes no saben qué posición ocuparán en el conjunto social, ni su clase ni estatus social, y tienen que tomar una decisión sobre qué principios de justicia han de regular el ordenamiento de dicha sociedad que, como vimos anteriormente, se sustenta en la cooperación mutua, que apela directamente a la idea tomista de la justicia distributiva y conmutativa que ya encontramos en la Ética de Aristóteles. El primero de estos principios reza así: “First: each person is to have an equal right to the most extensive scheme of equal basic liberties compatible with a similar scheme of liberties of other” (RAWLS 1999, 53). Según este principio resulta claro para Rawls que hay unos mínimos que tienen que preservar la libertad como bien máximo al que puede aspirar el ordenamiento social, pues la libertad constituye el fundamento mismo de la moralidad humana. Por muchas de sus definiciones de lo que son estas libertades básicas (libertad de asociación, de prensa, de credo, de propiedad) resulta claro que no entiende la libertad en un sentido negativo o subjetivo, sino como una realidad del derecho positivo.

 

El segundo principio de justicia reza del modo siguiente: “Second: social and economic inequalities are to be arranged so that they are both (a) reasonably expected to be to everyone’s advantage, and (b) attached to positions and offices open to all” (RAWLS 1999, 53). Este segundo principio equivale a la idea de justicia distributiva de Tomás de Aquino y Aristóteles según la cual todo beneficio de una de las partes tiene que beneficiar al conjunto, en este caso a los más desfavorecidos.

 

La idea sustancial que se esconde en la formulación y ordenación lexicográfica de estos principios que Rawls postula es que la justicia conmutativa, que supone la absoluta simetría de las relaciones, debe regir la justicia distributiva del Estado: “For given circumstances of the original position, the symmetry of everyone’s relations to each other, this initial situation is fair between individuals as moral persons, that is, as rational beings with their own ends and capable, I shall assume, of a sense of justice.” (RAWLS 1999, 11). O sea que, como bien indica Miguel Angel Rodilla al clasificar el pensamiento de Rawls como el de un liberal-igualitarista o social-demócrata, la cuestión “es articular la idea de libertad e igualdad, como centro mismo de la justicia” (RAWLS 1986, ). En otros términos, no dejar que la justicia conmutativa, el libre intercambio, como proponían Nozick y Buchanan, cada uno a su manera, se regulen automáticamente por equilibrio de intereses egoístas, sino que han de estar regulados por la justicia como poder distributivo que emana de la autoridad competente, que tan sólo puede ser reconocida por un agente moral y racional en tanto en cuanto sea justa.

 

 

4. Derecho y razón comunicativa.

 

Es sabido que a comienzos de los años 90 se inició un intenso debate entre Rawls y Habermas, debido a una réplica que este último dirigió a la famosa Teoría de la Justicia de aquél y que provocó un cambio en el paradigma del pensamiento rawlsiano, como ponen de manifiesto los libros Liberalismo político y Derecho de Gentes (RAWLS/HABERMAS 1998, 12), respectivamente. La gran crítica de Habermas se dirige al hecho de que los agentes morales sólo descubrirían los principios universales de justicia en una posición originaria en la que, cubiertos por el velo de la ignorancia, no supiesen qué lugar ocuparán en el conjunto social y, por tanto, en una forma sui generis de egoísmo metodológico, admitieran el derecho de unas libertas básicas y de una ordenación de los bienes primarios que tolera las diferencias que beneficien a los más desfavorecidos, mientras todos  tengan acceso libre a los puestos de decisión.

 

En realidad Habermas piensa que ese modelo, como el ideal platónico y el tomista, son ideales e irrealizables políticamente. Por eso afirma que su teoría de la acción comunicativa se muestra como un modelo políticamente más eficaz, sobre todo en sociedades postmetafísicas y postnacionales, en las que irrumpe con fuerza inusitada el fenómeno del multiculturalismo, apelando a instancias culturales diversas. La supremacía del modelo de la acción comunicativa radica en no partir de una posición ideal sino real: “Pero de este supuesto ya no puede partir nadie en las modernas condiciones de pluralismo social y de divisiones del mundo. Ante este faktum del pluralismo podemos reaccionar de diversas maneras si queremos salvar la intuición del principio kantiano de universalidad. Rawls impone una perspectiva común a los participantes de la posición original mediante una restricción de la información y neutraliza con ello de entrada con un artificio la multiplicidad de perspectivas interpretativas particulares. La ética discursiva, por el contrario, ve incorporado el punto de vista moral en el procedimiento de una argumentación verificada intersubjetivamente y que lleva a los participantes a una ampliación idealizante de sus perspectivas interpretativas” (RAWLS/HABERMAS 1998, 52).

 

Habermas, fuertemente influenciado por la sociología, piensa que los ciudadanos en una forma de diálogo libre pueden ir encontrando razones comunes para alcanzar la forma de autolegislarse, dotándose de una constitución o de una legislación viviente. No obstante, el problema de Habermas es que la esfera pública en la que se forja la opinión y tiene lugar el debate público no es una esfera que coincida tampoco con lo que denomina “las condiciones trascendentales de una comunidad de diálogo”.

 

El mismo Habermas se ha dado cuenta de que es imposible forjar un ideal de legitimación de la esfera política desde una razón comunicativa sin apoyo externo. En este punto es donde resulta decisivo el giro operado por Habermas en su libro Facticidad y Validez, donde viene a reconocer la importancia del derecho como vía que asegure las condiciones de un posible diálogo racional. Desde este punto de vista habría que enfrentarse con la paradoja del derecho, que posee una doble fuente de legitimidad. Por un lado, la legitimidad del derecho positivo es puramente procedimental, como bien viera Max Weber, y se sustenta en la expresión de una voluntad respaldada por la violencia, y que, en determinados regímenes de cariz democrático, es expresión de la voluntad popular, dotada de un poder coercitivo. Pero el carácter procedimental y formal no basta para legitimar el derecho positivo. Un estudio del constitucionalismo y su evolución, con un análisis del denominado “derecho de gentes”, es el que conduce a Habermas a ver en el derecho la vía procedimental para asegurar una razón legitimadora de los derechos del hombre, en la que se forman nexos de integración entre voluntades particulares que legitiman al mismo tiempo que son modelados por la realidad legal del derecho, que se mueve siempre entre la facticidad y la validez.

 

Ni la ley por si sola; ni el legislador por sí solo; ni la voluntad por sí sola: el juego de una interacción continua entre legislación emanada de una autoridad, junto a una voluntad política que se expresa por los canales de una sociedad legislada y legalizada como manifestación de agentes racionales y libres que se mueven por un sentido universalizable de la justicia, da lugar a la concepción moderna del derecho en el ámbito de las sociedades desacralizadas o laicas. Clarísimamente el derecho supone el gran revulsivo en la conformación de una sociedad plural moderna en la que los mecanismos de integración están tan mermados y donde el nexo de una acción comunicativa verdadera, anclado en el mundo de la vida, resulta de todo modo inaccesible. El derecho goza del poder coercitivo y de la exigencia de legitimidad necesarios para llevar a cabo esta tarea de “mediador evanescente” (HABERMAS 1998, 100-104).

 

Curiosamente en este punto es donde Habermas se acerca más a Tomás de Aquino y  se aleja más de Rawls, porque indirectamente está admitiendo que hay una fuente de legitimación del derecho que escapa a la mera legislación positiva, al derecho formal o procedimental o a la autoridad constituida. Igual que hay un punto de fuga de la ley positiva hacia la ley natural y la ley eterna, de modo que las legislaciones positivas son expresión, —legislación en el sentido de derecho positivo—, a la para que ellas mismas están restringidas por aquello que legislan, de igual modo un estudio de la evolución del derecho nos muestra este juego mutuo entre facticidad y validez. No obstante, Habermas se aproxima a Rawls en su idea de que la razón, en su uso práctico y político, como indicara Rousseau, necesita del concurso colectivo, al mismo tiempo que paradójicamente es autónoma. En este intento eterno de ligar a Rousseau con Kant se mueve todo pensamiento, que no puede dejar de ser paradójico, que se enfrente con la cuestión que confronta a la racionalidad de la ley con la libertad y a ambas, con la cuestión de la justicia.

 

 

5. Conclusiones.

 

En este sentido, tanto la figura del rey-gobernador, como la “posición originaria” o la “comunidad ideal de diálogo”, no son nada más que la representación de un ideal de justicia que busca trasladar el sentido interno de justicia, que apela a la autonomía moral y supone la capacidad del libre uso de la razón en el trato igual y equitativo entre todos los agentes racionales y libres, morales, al marco de la cooperación necesaria para la construcción de la polis humana y su organización donde es posible la supervivencia física y el perfeccionamiento espiritual y moral.

 

En un modo sorprendente, el pensamiento jurídico-político de Rawls y Habermas nos presenta, visto desde la doctrina tomista sobre la ley, la justicia y la libertad, unos rasgos eminentemente clásicos, lo cual en términos políticos podríamos llamar liberales: autonomía del sujeto moral; poder de la razón; sentido interno de la justicia; preservación de las libertades básicas como derechos positivos; etc. Desde este punto de vista se admite la capacidad de la razón de acceder a un nivel de universalidad y trascendentalidad que asegure la legimitidad de todo derecho positivo basándose en criterios universales de justicia. En realidad, lo que Rawls y Habermas llaman “trascendentalidad”, Tomás de Aquino lo llama “transcendencia”, pero en la medida en que Tomás de Aquino está absolutamente convencido del carácter racional y cognoscible de ésta, no creo que difieran en cuanto a su operatividad en el ámbito político y práctico.

 

Por su parte, el pensamiento de Tomás de Aquino, visto bajo el prisma de la polémica de Rawls y Habermas, nos presenta un perfil absolutamente novedoso. La doctrina de Tomás de Aquino sobre la ley, la justicia y la libertad se nos presenta como la de un moderno, como una curiosa mezcla de liberalismo-igualitario o socialismo-democrático, a la par que como un precursor de la doctrina contractualista del origen del Estado y la sociedad en el sentido prescrito por Rawls y Habermas: no como si el Estado fuese fruto de un pacto social originario, sino como la exigencia teatralizada por la razón moral para legitimar el orden social desde unos criterios de justicia que sirven como punto de crítica de la realidad política y social, a la par que vinculan al sujeto humano con el derecho positivo, no sólo como el poder coercitivo, fruto de una violencia ciega e irracional, sino como obligación moral que hace de la ciudad terrestre, como bien viera Agustín de Hipona en su Ciudad de Dios, la tensión viviente y real entre la Ciudad de Dios y la Ciudad de los hombres, entre la ciudad real-ideal y la ciudad ideal-real, que no otra cosa es toda ciudad o república humana sino síntesis viva de facticidad y validez; de ley humana, ley natural y ley eterna.

 

 

Bibliografía:

 

Battista Mondin (1985), Il sistema filosofico di Tommaso D’Aquino. Per una lettura attuale della filosofia tomista, Editrice Massimo, Milán.

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Jesús García López (1990), Individuo, Familia y Sociedad. Los derechos humanos en Tomás de Aquino, EUNSA, Pamplona.

John Rawls (1986), La justicia como equidad. Materiales para una teoría de la justicia, Tecnos, Madrid.

John Rawls (1999), A Theory of Justice, Harvard University Press, Massachussets/London.

Jürgen Habermas (1998), Facticidad y validez, Trotta, Madrid.

Jürgen Habermas/John Rawls (1998), Debate sobre el liberalismo político, Paidós, Barcelona.

Tomás de Aquino (1989), La Monarquía, Tecnos, Madrid.