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LEY, LIBERTAD Y JUSTICIA EN TOMÁS DE AQUINO, HABERMAS Y RAWLS
Prof. Fernando Pérez-Borbujo Álvarez.
Universidad Pompeu Fabra (Barcelona)
SUMMARY:
My purpose in this paper is to demonstrate the actuality of
Thomas of Aquinas’ thought about law, freedom and justice.
For this reason I revise the discussion between Rawls and
Habermas about the possibility of a Theory of Justice in order
to legitimate the political configuration of State in pos-metaphysical
and multicultural societies under the light of Aquinas’ reflections
about justice and law. I’ll try to show in which way Aquinas’
conception of law and justice is close to Rawls’ and Habermas’
reflections. Although a lot of prestigious commentators have
put emphasis about the classical and theological aspects of
Aquinas’ thought they have forgotten, in my opinion, the revolutionary
aspects of Aquinas’ reflections about law, freedom and justice,
in which we can see the vision of a very rationalist and modern
conception.
In the case of Tomas of Aquinas we can see his peculiar conception
about the relations between the whole of all virtues and justice.
Justice is not only a moral virtue but too the most principal
virtue because it regulates the relations between intelligence
and will. By other side, in relation with the Aquinas’ conception
of law, we can see the complex relations between eternal,
natural and positive law. In this point Tomas of Aquinas shows
us his modernity and peculiarity because, in the same line
of Rawls and Habermas, he finds the legitimation of law in
its rationality and morality, in its concordance with human
conception of fairness. Finally, Tomas of Aquinas’ theory
of Monarchy will be very important in relation with Rawls
and Habermas’ theory of justice. In Tomas of Aquinas’ thought
Monarchy is the best political system debt to criteria of
justice. Monarch must be elected or deposed only for reasons
of justice, for his personal capacity to legislate in order
to natural and eternal law, which morally obligates to anybody
in an universal legislature.
Rawls, in Theory of Justice, has proposed two principles
of justice to legitimate a well-ordered society. One of them
deals with the basic system of liberties and rights and here
we can find a very straight connection with Tomas of Aquinas’
elaboration of natural law. The other one is referring to
an equal distribution of goods in society. This fair distribution
of goods and contributions is a modern elaboration of Aristotle
and Aquinas’ conception of distributive justice. Justice as
fairness is the attempt to put together liberty with equality.
In this line we prosecute the reflections of Aquinas about
the distributive justice in relation to the political charges
and commercial deals.
These two principles of justice must be accepted by any rational
being situated in an “original position” in which he doesn’t
know his future position in the social whole. This regulative
idea must give us a rationality justification of our distribution
and organization of the State.
In this point of Rawls’ argumentation appears the controversy
with Habermas. Habermas had formulated his philosophical proposal
of a “communicative reason”, free of legal and public interferences,
in which free and rational beings, through a dialogical reason,
are able to reach an agreement about the principles of justice.
Habermas see the basic difference with Rawls’ theory of justice
in the sense of “original position” because he thinks that
this hypothetical situation is based upon the ignorance of
rational beings: in the world of life we cannot meet a subject
like this. In Political Liberalism, Rawls has recognised
that the two principles of justice have to do with the liberal
tradition but is very difficult and impossible to translate
this in pos-metaphysical and pos-nationalist societies in
which the only way is to reach an “overlapping consensus”
between the different visions of the worlds and paradigms.
In this point Habermas finds in law the way to articulate
a very interesting process of legitimation of a practical
reason. Law is a frontier in which moves facticity
and validity. In the historical conformation of law Habermas
see the confirmation of his communicative reason as a practical
reason. This speculation about law is close to Aquinas’ speculation
about the interaction between eternal and natural law, and
its concretion in positive law and human codes.
To summarise, Rawls and Habermas’ conception of law and justice,
seen from Aquinas’ conception, show us like a classical thought
in a liberal sense in which the most important is the defence
of basic rights and liberties of individual, the rationality
of law and the moral sense of justice in the organisation
of society. From this point of view is very logical to think
in the existence of eternal and recurrent problems in the
field of ethics and politics. In the case of Tomas of Aquinas’
thought about law and justice, seen of the modern controversial
between Rawls and Habermas about theory of justice, show us
like very rationalist and surprising modern.
1. Ley, justicia y libertad.
Resulta evidente que toda teoría
de la ley y la justicia está ligada indefectiblemente al marco
de la «ciudad». Desde la República de Platón, los
análisis llevados a cabo en la Ética a Nicómaco por
Aristóteles y retomados posteriormente por Tomás de Aquino,
hasta ya en nuestro siglo en la Teoría de la Justicia de
Rawls o en Facticidad y Validez de Habermas, la verdad es
que toda teoría de la justicia es indesligable de una teoría del
Estado y de la polis. La ciudad se constituye a causa de
la necesidad de colaboración y cooperación para la viabilidad de
la vida humana y su perfeccionamiento, lo cual conduce a la
división del trabajo y a la repartición de funciones en el marco
de un todo orgánico. Las problemáticas relaciones entre
individuo y sociedad son las de dependencia y ayuda mutuas.
Aunque algunas tradiciones
enfatizan el carácter restrictivo de la ley y del Estado sobre
el individuo; y otros focalizan su mirada sobre la cooperación y
el perfeccionamiento, lo cierto es que el ser humano está dotado
de una naturaleza racional, inteligente y libre, que establece
la necesidad de una organización social que aspire a la
justicia, como fuente de legitimación del poder y del uso de la
fuerza en consideración al sujeto moral como autónomo, racional
y libre. En toda filosofía moral y política se da este nudo
inextricable de la justicia. La justicia no es tan sólo una
virtud moral, ligada al comportamiento individual y en orden al
propio fin, sea este el bien o la felicidad, sino una virtud
civil y política que regula las relaciones entre individuos y de
éstos con el Estado o la autoridad establecida. Resulta
imposible, por tanto, postular una ruptura entre las
concepciones que poseemos de la ley civil emanada de una
autoridad política y nuestra concepción de la justicia. No
obstante, tanto Tomás de Aquino como Rawls y Habermas parecen
tener claro que la moral y la política son dos esferas
diferentes, que no pueden ser confundidas. Así se deriva de
muchas afirmaciones de Tomás de Aquino referentes a lo que se le
puede pedir al hombre en el ámbito de la justicia y la política,
y lo que le pide su conciencia moral, marcando pues
indirectamente un hiato entre moralidad y legalidad. De igual
manera, en su personal evolución intelectual, Rawls llega a
afirmar que su concepción de la justicia como equidad es
política y no metafísica (RAWLS 1986, 23), y ante el problema
acuciante de dar cobijo en formas de política democrática a
países y personas que no pertenecen a una tradición liberal,
recurre a la idea de un “consenso entrecruzado” (overlapping
consensus) en el que se afirma la escisión entre las razones
políticas y las razones morales, religiosas o metafísicas, por
las cuales una serie de individuos se autolegislan bajo una
forma política determinada.
En cualquier caso esta
afirmación de que la esfera de la moral va más allá de la ley y
de la justicia política no quiere decir que la justicia esté al
margen de la moral o más allá del dictamen de la conciencia. Por
el contrario, la legalidad apela a un reconocimiento moral que
le confiera legitimidad racional y moral.
En este margen fronterizo entre
el sentido de la justicia moral, diríamos, y la organización
justa de la mutua colaboración en el marco de la ciudad o el
Estado gobernado por las leyes humanas, se mueve la presente
reflexión que pretende iluminar, como en un juego de espejos, la
concepción contemporánea de la política desde una reflexión
medieval, mostrándonos así la modernidad del pensamiento tomista
en aquello tocante a la ley y la justicia; y, por otro lado, la
persistencia de problemas eternos en el marco de la filosofía
moral y política que, aunque cambien de rostro o de máscara,
apelan a los mismos fundamentos o principios.
2. El concepto de justicia en
Tomás de Aquino.
Sin duda, Tomás de Aquino
prosigue en muchos puntos de sus reflexiones sobre la justicia
las expuestas por Aristóteles en la Ética a Nicómaco y en
la Política. En ellas encuentra raigambre la noción de la
justicia como virtud moral, a caballo entre las virtudes morales
y las intelectuales, jugando un papel especial en el marco de la
ordenación y vivencia de las virtudes. La justicia exige el
concurso de las otras virtudes cardinales (fortaleza, templanza,
prudencia, etc.), pero ninguna de éstas puede darse a su vez sin
el dominio de la racionalidad humana, de la prudencia guiada por
las virtudes intelectivas sobre los apetitos y tendencias de la
naturaleza humana. La rectitud de juicio, la prudencia misma, no
es operativa sin esta virtud de la justicia que parece estar
inserta en cada una de las demás virtudes.
A pesar de que la virtud radica
en obrar conforme a la razón, otorgando con ello la prioridad a
la vita contemplativa sobre la vita activa en
Tomás de Aquino, lo cierto es que como ya ocurre en la
Aristóteles, la imbricación entre inteligencia y voluntad es
total, como lo muestra el nudo entre virtudes intelectuales y
morales. Curiosamente el intelecto, y sus virtudes propias,
permiten la deliberación acertada de los medios conforme a un
fin, pero nada dice sobre la rectitud del fin, porque la
inteligencia está irrigada de tendencias naturales y apetitivas
que son el corolario mismo de la voluntad. La disposición de la
voluntad respecto al fin tiene una extraña implicación con la
justicia, como cabe interpretar de estas palabras de Gilson en
su conocida obra El tomismo. Introducción a la filosofía de
Santo Tomás: “Tal es especialmente el caso de la justicia,
que asegura el valor moral y la rectitud de todas las
operaciones en las que están implicadas las ideas de lo que es
debido y de lo que no es debido; por ejemplo, las operaciones de
venta o de compra suponen el reconocimiento o rechazo de una
deuda respecto al prójimo; dependen, pues, de la virtud de la
justicia.” (GILSON 1989, 467).
El pensamiento tomista sobre la
ley es más complejo e intrincado ya que, por un lado, se desliga
en cierto modo de las reflexiones griegas, sin abandonarlas del
todo, para ampliar y completar el concepto de ley con
resonancias judías y bíblicas. La ley es una norma que
prescribe o prohíbe una acción; es la regla para una actividad.
La ley tiene un carácter universal y obliga. En este carácter de
“obligación” se cifra todo el poder del término ‘ley’. En este
punto se nota la poderosa influencia de la cosmología y
ontología neoplatónica que, junto al estoicismo, dejaron la
impronta de la reflexión de los primeros Padres sobre el lugar
del hombre en el cosmos y su ordenación como manifestación o
revelación del logos divino en el mundo. Desde este punto
de vista la ley es para Tomás de Aquino la ley del ser que en
forma de naturaleza propia se despliega en el reino físico y se
eleva hasta el reino humano. El animal padece la ley y sigue su
fin sin conocerlo, mientras el hombre puede conocer esta ley y
seguirla voluntariamente.
Para Tomás de Aquino toda ley es
fruto de una ley eterna con la cual Dios rige el Universo (Contra.
Gent., III, 15; Sum. Theol. Iª IIªe, 91, 1 y 93, 3.)
Esta ley eterna se manifiesta en cada ser según su naturaleza,
lo que permite a Tomás de Aquino hablar de una ley natural
según la cual cada cosa propende a su fin natural. La ley
natural, más básica y universal, es la de “hacer lo bueno y
evitar lo malo”. Las leyes naturales se cifran en tres
prescripciones básicas: en tanto que ente que tiende a
perseverar su propio ser, nos encontramos con el “instinto de
conservación”. El segundo precepto es el propio de la condición
animal: reproducirse, educar y alimentar a la prole. El tercero,
la búsqueda del bien, en tanto que ser racional.
Y es aquí, como veremos a
continuación, donde comienza el entronque con Habermas y Rawls,
y con el pensamiento heleno sobre la ley y la justicia en
general. El fin racional del hombre sólo se cumple en el marco
de la ciudad y, por tanto, de la cooperación humana. Gilson lo
resume así: “Vivir en sociedad, para poner en común los
esfuerzos de todos y ayudarse unos a otros; buscar la verdad en
el orden de las ciencias naturales o, mejor todavía, en lo que
respecta a la suprema inteligibilidad que es Dios;
correlativamente no hacer daño a los hombres con los que debemos
vivir, evitar la ignorancia y esforzarnos por disiparla, he ahí
otras tantas prescripciones de la ley natural, la cual no es a
su vez más que un aspecto de la ley eterna querida por Dios (Sum.
Theol., Iª IIª e, 94, 2, ad. Resp.).
De esta ley natural emanan, para
Tomás de Aquino, todos los derechos fundamentales del hombre (el
sistema de libertades y derechos básicos como se recoge en el
primer principio de justicia formulado por Rawls). Cualquier
sujeto racional puede llegar al conocimiento de estos principios
fundamentales. Como es sabido la escuela del iusnaturalismo se
basaba en esta concepción de un derecho natural para argumentar
y defender la existencia de unos derechos básicos del hombre,
que desde esta concepción son previos a cualquier legislación de
derecho positivo y deben ser respetados por ella.
No obstante, entre esta
universalidad de la ley natural, que abarca los derechos de todo
lo viviente, y la legislación positiva de los distintos pueblos
a lo largo de los tiempos media aún un paso más. Entre los
principios universales de justicia que todos pueden aceptar de
un modo universal y la aplicación práctica se abre un hiato que
la «ley humana» parece intentar llenar. Según Tomás de Aquino,
la ley humana se ha de adecuar a la ley natural y eterna. En
este punto se muestra el poderoso intelectualismo y racionalismo
tomista que cree que la inteligencia de un ser racional y libre,
de un agente moral, puede llegar por sí mismo al conocimiento de
estas verdades básicas y fundamentales. La legislación debe
recoger y aplicar este conocimiento del hombre moral y justo a
la legislación concreta de cada país y cada pueblo de modo que
el justo no siente ni nota la ley, mientras que para el hombre
injusto o no virtuoso, la ley es la presencia del delito y la
mala conciencia. En el fondo, esta explicación de la génesis de
la ley positiva adecuada a la ley natural y a la ley eterna no
es nada más que la afirmación tomista de que las leyes sólo
vinculan moralmente al hombre cuando tienen por objeto el
bien común y en la medida en que son justas. Como
veremos, estas exigencias que Tomás de Aquino prescribe para el
ordenamiento civil, para la ley humana, son las mismas que
establece Rawls para que los agentes racionales puedan obedecer
las leyes de una sociedad bien ordenada.
Interesante resulta también,
para el motivo que aquí nos ocupa, la naturaleza de la relación
que Tomás de Aquino establece entre la ley y la sanción. Según
Tomás de Aquino la sanción es la restitución originaria de un
equilibrio originario de justicia. De este modo la ley eterna se
cumple en el justo mediante la relación de la ley participada
libremente, y en el injusto, mediante el castigo o la sanción.
Se apela, por tanto, a una ley de justicia inmanente al mundo,
que al igual que el destino o ananké griegos, restituye o
premia la acción ipso facto.
Esta concepción de la justicia
como ananké, que no anda alejada de la de los autores
modernos, explica muchas de las peculiaridades del pensamiento
tomista sobre la justicia. La justicia “es la disposición
permanente de la voluntad a restituir a cada uno su derecho” (Dig.
I, 1; Sum. Theol. IIª IIª e, 58, 2, ad. Resp. y 4
ad Resp.)
En esta línea Tomás de Aquino sigue la distinción
establecida por Aristóteles entre justicia conmutativa, que
regula las relaciones entre iguales, y la justicia distributiva,
que regula las relaciones del individuo con la autoridad o el
Estado.
Sin embargo, entender la
justicia exclusivamente en el marco de las relaciones entre
individuos es uno de los errores de Aristóteles que condujo a
Tomás de Aquino a afirmaciones tan paradójicas como que las
relaciones entre padre e hijo no están sujetas a derecho por
aquello de que filius est aliquid patris, y la
consecuencia es que respecto a uno mismo no se tiene, stricto
sensu, derechos. O que, en el dominio de la justicia
distributiva, siguiendo el mismo planteamiento, el bien común
esté tan por encima del individuo: Tomás de Aquino defiende la
pena de muerte, en el caso de amenaza grave para la sociedad,
apelando al argumento de que el bien común está por encima del
bien individual (Sum. Theol. II ªe. 64, 2, ad. Resp.),
y pena el suicidio basándose en el principio de autoconservación
y de pertenencia al todo social, por encima de uno mismo.
La justicia distributiva nos enfrenta con la gravísima dificultad
de encontrar la medida justa para los casos y relaciones disimétricos.
Así lo formula Gilson: “Cuando el Estado quiere distribuir
a sus miembros la parte de los bienes de la comunidad que
les corresponde, tiene en cuenta el lugar que cada una de
estas partes ocupa en el todo. Pero estos lugares no son iguales,
pues toda sociedad posee una estructura jerárquica y pertenece
a la esencia misma de un cuerpo político organizado que todos
sus miembros no sean del mismo rango. Así sucede en todos
los regímenes. En un estado aristocrático, los rangos están
señalados por el valor y la virtud; en una oligarquía, la
riqueza reemplaza a la nobleza; en una democracia, es la libertad,
como se suele decir las libertades de las que gozan, las que
establecen una jerarquía entre los miembros de la nación”
(GILSON 1989, 546-547).
Todo intento de igualar la
disimetría social, como ya lo expusiera Aristóteles en su
Ética a Nicómaco, sólo puede solucionarse mediante una
igualdad que no es aritmética sino geométrica: la
proporcionalidad. En este punto es donde más se aproximan las
concepciones de Rawls y Tomás de Aquino puesto que, como éste
expone pormenorizamente, la acepción de personas atenta
gravemente contra la justicia distributiva, así como los tratos
de favor, o la falta de libre acceso a los puestos de poder. En
esta línea creo que Gilson está en lo cierto cuando sostiene que
“jamás admitiría Santo Tomás que el comercio pueda controlar
legítimamente, como es el caso de las sociedades capitalistas,
el intercambio y la distribución de los bienes necesarios para
la vida. Todos los problemas de este tipo dependen directa o
indirectamente del Estado, cuya función propia es asegurar el
bien común de los sujetos” (GILSON 1989, 569).
La justicia distributiva apela
pues al gravísimo problema de conjugar libertad e igualdad en el
marco de un Estado dividido funcionalmente, marcado por la
perentoriedad de la cooperación mutua y necesitado de unidad y
organicidad. Por este motivo el Estado ideal, como para Platón
era la República, al igual que para Aristóteles, es para Tomás
de Aquino la Monarquía. Su argumentación es la de que el
gobierno de uno solo asegura mejor la unidad del conjunto social
y sus fines; el miedo a la tiranía puede y debe darse ante
cualquier otro régimen, pues todos pueden degenerar en formas de
tiranía. Apoyándose en el argumento del mal menor, no duda en
afirmar que la degeneración de la Monarquía es mejor que la
degeneración de un gobierno pluralista (TOMÁS DE AQUINO 1989, 27
y ss). No obstante, esta Monarquía no la entiende como la
fundamentación en un derecho divino de un poder político, sino
en la elección de un hombre justo como la del mejor gobernante
para el Estado. Queda claro por su afirmación de que el rey ha
de ser elegido, y su poder debe ser limitado por el ordenamiento
del gobierno para evitar que degenere en un tirano, y, llegado
el caso, hay que hacer uso de los medios que tienen sus
electores para deponerlo. Por tanto, el pensamiento de Tomás de
Aquino está a años luz de aquellos que ven una legitimación del
poder del rey en el derecho divino (GILSON, 580 y ss). Una
lectura atenta nos muestra cómo el rey sólo es legítimo
gobernante cuando gobierna conforme a la ley natural y a la ley
eterna, es decir, cuando su gobierno está legitimado por la
justicia que posee un fundamento racional.
Sabemos que la segunda parte del
texto de la Monarquía se perdió, lo cual, dado el amor al
detalle que ejercía constantemente en sus disputas y discusiones
Tomás de Aquino, constituye una pérdida inmensa porque, de
haberse conservado, nos hubiera enfrentado con la gran cuestión
que acometieron las teorías de las justicia en el siglo XX: la
de la razón procedimental. ¿De qué manera agentes racionales y
libres pueden llegar a la elección de una sociedad bien ordenada
según principios y criterios de justicia universalizables? Como
luego Habermas le criticará al mismo Rawls, haciendo referencia
a su idea de la “posición originaria”, afirma Gilson: “No
parece que Santo Tomás haya llegado en este punto más allá de la
determinación de los principios. No previó ningún plan de
reforma política ni constitución para el futuro. Se diría más
bien que su pensamiento se mueve en el mundo ideal, en el que
todo transcurre según las exigencias de la justicia bajo el
mandato de un rey perfectamente virtuoso. Estamos no importa
dónde, en una ciudad o en un reino, un reino de tres o cuatro
ciudades. Elecciones populares han llevado al poder a un cierto
número de jefes, todos ellos escogidos por su sabiduría y
virtud: Tuli de vestris tribubus viros sapientes et nobiles,
et constitui eos principes” (GILSON 1989, 580).
La disputa entre Rawls y
Habermas, uno con su famosa hipótesis de la “posición original”
y el otro con la “comunidad ideal de diálogo”, remite a uno y el
mismo problema: ¿Cómo pasar de una concepción racional de la
justicia a un uso práctico de la misma en el ámbito político?
Dicho problema se refleja en la necesidad de articular
políticamente la armonización de igualdad y libertad, o sea, de
realizar una sociedad justa. La inteligencia y la libertad —el
dominio y el poder sobre el propio acto en relación a dos cosas
contrarias (Contra gent. II, 48)— son las grandes armas
que todos ellos defienden como único camino para que la justicia
se lleve a cabo en el espacio político.
3. La Teoría de la justicia
de Rawls.
Para Rawls, como para Tomás de
Aquino, el objetivo último de la política radica en la justicia
como fundamento mismo de una sociedad bien ordenada, que asegure
la convivencia y la cooperación mutuas. El agente moral —aquel
dotado de un sentido de justicia (RAWLS 1986, 1-3)— no puede
aceptar la legitimación de ningún otro tipo de poder o autoridad
a menos que concuerden con su sentido de justicia. También Tomás
de Aquino venía a afirmar que la legitimación de la Monarquía se
basa en la justicia del gobernante que ha de coincidir en su
legislación positiva con la ley natural y la ley eterna, de modo
que el sujeto para Tomás de Aquino no se encuentra ligado,
obligado, por ninguna ley humana que se oponga a la ley natural,
y mucho menos a la ley divina.
Este sentido de la justicia de
un agente racional se fundamenta para Rawls en que sea capaz de
dar razones a favor o en contra de las acciones que acomete en
una situación de confrontación o litigio. A ese sujeto dotado de
un sentido de justicia y que se basa en el carácter dialógico
del lenguaje le denomina Rawls un “ser razonable”. Dichos
sujetos razonables son los posibles sujetos de un pacto o
acuerdo en el marco de una “posición originaria” para encontrar
los principios de justicia según los cuales proceder al
ordenamiento institucional del Estado. En este sentido, el
paradigma desde el que parte Rawls no difiere tanto del que
parte Tomás de Aquino cuando afirma que la ley eterna está
participada en el hombre en tanto que ley racional, pero cuyos
principios y consecuencias pueden extraerse de lo que denomina
“derecho de gentes”(GARCÍA 1990, 87-93). La noción rawlsiana de
“justicia como equidad” (justice as fairness) apela a
esta idea de que es posible que agentes racionales y libres,
situados en una situación de igualdad, se pongan de acuerdo
sobre los principios básicos de justicia que han de regir el
ordenamiento social.
En segundo lugar, al igual que
Tomás de Aquino acepta de Aristóteles la idea según la cual la
acción ética humana se basa en una ética de fines orientada por
el bien, también en Rawls encontramos este punto de partida en
su definición de lo que es un agente racional (RAWLS 1999, 11).
Donde parecen divergir, sólo
aparentemente, es en la inserción de su pensamiento liberal en
el seno de una tradición contractualista. Parecería
absolutamente desacertado afirmar que en Tomás de Aquino se
encuentra una idea de un pacto originario como fundamento mismo
de la República. No hay ninguna forma explícita de
parlamentarismo en el pensamiento de Tomás de Aquino, pero sí
hay una cierta preconcepción de la contractualidad como origen
del contexto social, como vimos anteriormente.
La idea de una sociedad bien
ordenada (well-ordered society) se sostiene en una forma
de experimento mental que conducirá a la admisión de los dos
principios de justicia defendidos por Rawls: el principio de
igualdad de libertades y el principio de justa distribución. El
punto de partida es una posición especulativa, puramente
hipotética, llamada “la posición originaria”, en la que los
agentes no saben qué posición ocuparán en el conjunto social, ni
su clase ni estatus social, y tienen que tomar una decisión
sobre qué principios de justicia han de regular el ordenamiento
de dicha sociedad que, como vimos anteriormente, se sustenta en
la cooperación mutua, que apela directamente a la idea tomista
de la justicia distributiva y conmutativa que ya encontramos en
la Ética de Aristóteles.
El primero de estos principios reza así: “First: each person is
to have an equal right to the most extensive scheme of equal
basic liberties compatible with a similar scheme of liberties of
other” (RAWLS 1999, 53).
Según este principio resulta claro para Rawls que hay unos
mínimos que tienen que preservar la libertad como bien máximo al
que puede aspirar el ordenamiento social, pues la libertad
constituye el fundamento mismo de la moralidad humana. Por
muchas de sus definiciones de lo que son estas libertades
básicas (libertad de asociación, de prensa, de credo, de
propiedad) resulta claro que no entiende la libertad en un
sentido negativo o subjetivo, sino como una realidad del derecho
positivo.
El segundo principio de justicia reza del modo siguiente:
“Second: social and economic inequalities are to be arranged so
that they are both (a) reasonably expected to be to everyone’s
advantage, and (b) attached to positions and offices open to
all” (RAWLS 1999, 53).
Este segundo principio equivale a la idea de justicia
distributiva de Tomás de Aquino y Aristóteles según la cual todo
beneficio de una de las partes tiene que beneficiar al conjunto,
en este caso a los más desfavorecidos.
La idea sustancial que se
esconde en la formulación y ordenación lexicográfica de estos
principios que Rawls postula es que la justicia conmutativa, que
supone la absoluta simetría de las relaciones, debe regir la
justicia distributiva del Estado:
“For given circumstances of the original position, the symmetry
of everyone’s relations to each other, this initial situation is
fair between individuals as moral persons, that is, as rational
beings with their own ends and capable, I shall assume, of a
sense of justice.” (RAWLS 1999, 11).
O sea que, como bien indica Miguel Angel Rodilla al clasificar
el pensamiento de Rawls como el de un liberal-igualitarista o
social-demócrata, la cuestión “es articular la idea de libertad
e igualdad, como centro mismo de la justicia” (RAWLS 1986, ). En
otros términos, no dejar que la justicia conmutativa, el libre
intercambio, como proponían Nozick y Buchanan, cada uno a su
manera, se regulen automáticamente por equilibrio de intereses
egoístas, sino que han de estar regulados por la justicia como
poder distributivo que emana de la autoridad competente, que tan
sólo puede ser reconocida por un agente moral y racional en
tanto en cuanto sea justa.
4. Derecho y razón comunicativa.
Es sabido que a comienzos de los
años 90 se inició un intenso debate entre Rawls y Habermas,
debido a una réplica que este último dirigió a la famosa
Teoría de la Justicia de aquél y que provocó un cambio en el
paradigma del pensamiento rawlsiano, como ponen de manifiesto
los libros Liberalismo político y Derecho de Gentes
(RAWLS/HABERMAS 1998, 12), respectivamente. La gran crítica de
Habermas se dirige al hecho de que los agentes morales sólo
descubrirían los principios universales de justicia en una
posición originaria en la que, cubiertos por el velo de la
ignorancia, no supiesen qué lugar ocuparán en el conjunto social
y, por tanto, en una forma sui generis de egoísmo
metodológico, admitieran el derecho de unas libertas básicas y
de una ordenación de los bienes primarios que tolera las
diferencias que beneficien a los más desfavorecidos, mientras
todos tengan acceso libre a los puestos de decisión.
En realidad Habermas piensa que
ese modelo, como el ideal platónico y el tomista, son ideales e
irrealizables políticamente. Por eso afirma que su teoría de la
acción comunicativa se muestra como un modelo políticamente más
eficaz, sobre todo en sociedades postmetafísicas y
postnacionales, en las que irrumpe con fuerza inusitada el
fenómeno del multiculturalismo, apelando a instancias culturales
diversas. La supremacía del modelo de la acción comunicativa
radica en no partir de una posición ideal sino real: “Pero de
este supuesto ya no puede partir nadie en las modernas
condiciones de pluralismo social y de divisiones del mundo. Ante
este faktum del pluralismo podemos reaccionar de diversas
maneras si queremos salvar la intuición del principio kantiano
de universalidad. Rawls impone una perspectiva común a los
participantes de la posición original mediante una restricción
de la información y neutraliza con ello de entrada con un
artificio la multiplicidad de perspectivas interpretativas
particulares. La ética discursiva, por el contrario, ve
incorporado el punto de vista moral en el procedimiento de una
argumentación verificada intersubjetivamente y que lleva a los
participantes a una ampliación idealizante de sus perspectivas
interpretativas” (RAWLS/HABERMAS 1998, 52).
Habermas, fuertemente
influenciado por la sociología, piensa que los ciudadanos en una
forma de diálogo libre pueden ir encontrando razones comunes
para alcanzar la forma de autolegislarse, dotándose de una
constitución o de una legislación viviente. No obstante, el
problema de Habermas es que la esfera pública en la que se forja
la opinión y tiene lugar el debate público no es una esfera que
coincida tampoco con lo que denomina “las condiciones
trascendentales de una comunidad de diálogo”.
El mismo Habermas se ha dado
cuenta de que es imposible forjar un ideal de legitimación de la
esfera política desde una razón comunicativa sin apoyo externo.
En este punto es donde resulta decisivo el giro operado por
Habermas en su libro Facticidad y Validez, donde viene a
reconocer la importancia del derecho como vía que asegure las
condiciones de un posible diálogo racional. Desde este punto de
vista habría que enfrentarse con la paradoja del derecho, que
posee una doble fuente de legitimidad. Por un lado, la
legitimidad del derecho positivo es puramente procedimental,
como bien viera Max Weber, y se sustenta en la expresión de una
voluntad respaldada por la violencia, y que, en determinados
regímenes de cariz democrático, es expresión de la voluntad
popular, dotada de un poder coercitivo. Pero el carácter
procedimental y formal no basta para legitimar el derecho
positivo. Un estudio del constitucionalismo y su evolución, con
un análisis del denominado “derecho de gentes”, es el que
conduce a Habermas a ver en el derecho la vía procedimental para
asegurar una razón legitimadora de los derechos del hombre, en
la que se forman nexos de integración entre voluntades
particulares que legitiman al mismo tiempo que son modelados por
la realidad legal del derecho, que se mueve siempre entre la
facticidad y la validez.
Ni la ley por si sola; ni el
legislador por sí solo; ni la voluntad por sí sola: el juego de
una interacción continua entre legislación emanada de una
autoridad, junto a una voluntad política que se expresa por los
canales de una sociedad legislada y legalizada como
manifestación de agentes racionales y libres que se mueven por
un sentido universalizable de la justicia, da lugar a la
concepción moderna del derecho en el ámbito de las sociedades
desacralizadas o laicas. Clarísimamente el derecho supone el
gran revulsivo en la conformación de una sociedad plural moderna
en la que los mecanismos de integración están tan mermados y
donde el nexo de una acción comunicativa verdadera, anclado en
el mundo de la vida, resulta de todo modo inaccesible. El
derecho goza del poder coercitivo y de la exigencia de
legitimidad necesarios para llevar a cabo esta tarea de
“mediador evanescente” (HABERMAS 1998, 100-104).
Curiosamente en este punto es
donde Habermas se acerca más a Tomás de Aquino y se aleja más
de Rawls, porque indirectamente está admitiendo que hay una
fuente de legitimación del derecho que escapa a la mera
legislación positiva, al derecho formal o procedimental o a la
autoridad constituida. Igual que hay un punto de fuga de la ley
positiva hacia la ley natural y la ley eterna, de modo que las
legislaciones positivas son expresión, —legislación en el
sentido de derecho positivo—, a la para que ellas mismas están
restringidas por aquello que legislan, de igual modo un estudio
de la evolución del derecho nos muestra este juego mutuo entre
facticidad y validez. No obstante, Habermas se aproxima a Rawls
en su idea de que la razón, en su uso práctico y político, como
indicara Rousseau, necesita del concurso colectivo, al mismo
tiempo que paradójicamente es autónoma. En este intento eterno
de ligar a Rousseau con Kant se mueve todo pensamiento, que no
puede dejar de ser paradójico, que se enfrente con la cuestión
que confronta a la racionalidad de la ley con la libertad y a
ambas, con la cuestión de la justicia.
5. Conclusiones.
En este sentido, tanto la figura
del rey-gobernador, como la “posición originaria” o la
“comunidad ideal de diálogo”, no son nada más que la
representación de un ideal de justicia que busca trasladar el
sentido interno de justicia, que apela a la autonomía moral y
supone la capacidad del libre uso de la razón en el trato igual
y equitativo entre todos los agentes racionales y libres,
morales, al marco de la cooperación necesaria para la
construcción de la polis humana y su organización donde
es posible la supervivencia física y el perfeccionamiento
espiritual y moral.
En un modo sorprendente, el pensamiento jurídico-político
de Rawls y Habermas nos presenta, visto desde la doctrina
tomista sobre la ley, la justicia y la libertad, unos rasgos
eminentemente clásicos, lo cual en términos políticos podríamos
llamar liberales: autonomía del sujeto moral; poder de la
razón; sentido interno de la justicia; preservación de las
libertades básicas como derechos positivos; etc. Desde este
punto de vista se admite la capacidad de la razón de acceder
a un nivel de universalidad y trascendentalidad que asegure
la legimitidad de todo derecho positivo basándose en criterios
universales de justicia. En realidad, lo que Rawls y Habermas
llaman “trascendentalidad”, Tomás de Aquino lo llama “transcendencia”,
pero en la medida en que Tomás de Aquino está absolutamente
convencido del carácter racional y cognoscible de ésta, no
creo que difieran en cuanto a su operatividad en el ámbito
político y práctico.
Por su parte, el pensamiento de
Tomás de Aquino, visto bajo el prisma de la polémica de Rawls y
Habermas, nos presenta un perfil absolutamente novedoso. La
doctrina de Tomás de Aquino sobre la ley, la justicia y la
libertad se nos presenta como la de un moderno, como una curiosa
mezcla de liberalismo-igualitario o socialismo-democrático, a la
par que como un precursor de la doctrina contractualista del
origen del Estado y la sociedad en el sentido prescrito por
Rawls y Habermas: no como si el Estado fuese fruto de un pacto
social originario, sino como la exigencia teatralizada por la
razón moral para legitimar el orden social desde unos criterios
de justicia que sirven como punto de crítica de la realidad
política y social, a la par que vinculan al sujeto humano con el
derecho positivo, no sólo como el poder coercitivo, fruto de una
violencia ciega e irracional, sino como obligación moral que
hace de la ciudad terrestre, como bien viera Agustín de Hipona
en su Ciudad de Dios, la tensión viviente y real entre la
Ciudad de Dios y la Ciudad de los hombres, entre la ciudad
real-ideal y la ciudad ideal-real, que no otra cosa es toda
ciudad o república humana sino síntesis viva de facticidad y
validez; de ley humana, ley natural y ley eterna.
Bibliografía:
Battista Mondin (1985), Il
sistema filosofico di Tommaso D’Aquino. Per una lettura attuale
della filosofia tomista, Editrice Massimo, Milán.
Etienne Gilson (1989), El
tomismo. Introducción a la filosofía de Santo Tomás de Aquino,
EUNSA, Pamplona.
Jesús García López (1990),
Individuo, Familia y Sociedad. Los derechos humanos en Tomás de
Aquino, EUNSA, Pamplona.
John Rawls (1986), La
justicia como equidad. Materiales para una teoría de la justicia,
Tecnos, Madrid.
John Rawls (1999), A Theory of Justice, Harvard
University Press, Massachussets/London.
Jürgen Habermas (1998),
Facticidad y validez, Trotta, Madrid.
Jürgen Habermas/John Rawls
(1998), Debate sobre el liberalismo político, Paidós,
Barcelona.
Tomás de Aquino (1989), La
Monarquía, Tecnos, Madrid. |
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