|
¿Sirve la ley siempre al bien común? Las respuesta de Aquino y Popper Is the law always directed to the common good? The answers of Aquinas and Popper?
Dr. Josep Corcó
Universitat Internacional de Catalunya
In The Open Society and Its Enemies, Popper cites
Saint Thomas Aquinas to express his opposition to the Thomist
thesis that law must be directed to the common good. Popper
established parallelism between his philosophy of science and
his political philosophy. Just as the method science should
follow rests on rejecting false theories, in consonance with
critical rationalism, social engineering should tend to
eradicate social evils. Popper’s critical rationalism bypassed
the classical theories of tolerance and civil friendship. If he
had considered them, Popper would have accepted that, just as
truth is a regulating principle in epistemology, the common good
is a principle of reference in the social order. Popper’s
critical rationalism has an ethical base that Popper describes
as irrational. Saint Thomas, on the other hand, provided new
ways to understand humanity and the sense of law—with a
rationality that was not rationalist, but rather open to the
transcendental.
No es una originalidad mía intentar establecer
un diálogo entre Tomás de Aquino y Karl Popper. Me han precedido
varios autores, entre los que destaca el profesor Gabriel
Zanotti, que en 1993 publicó un libro titulado, Popper:
Búsqueda con esperanza.
Se trata de un estudio de la epistemología de Karl Popper en el
que su autor compara básicamente el realismo popperiano con el
realismo tomista. Sin entrar en una valoración crítica del
trabajo de Zanotti, me parece interesante reproducir una parte
de sus conclusiones:
“Hemos visto que Popper adopta una actitud
absolutamente favorable a la verdad y al realismo, y que la
filosofía de Santo Tomás otorga a esas dos nociones su
fundamento metafísico preciso. Hemos visto que Popper también
argumenta a favor del libre albedrío y la inmaterialidad de la
inteligencia humana; Santo Tomás vuelve a otorgar a esas dos
nociones su fundamento metafísico preciso y concluye a partir de
ellas la espiritualidad del alma humana y su inmortalidad. Hemos
visto también que Popper se mantiene filosóficamente agnóstico
sobre estos temas y también sobre la existencia de Dios”.
En nuestro caso, la comparación entre ambos
autores se centrará en la filosofía política, particularmente en
sus ideas sobre las leyes humanas. La posibilidad de esta
comparación es apuntada por Zanotti en el último capítulo de su
libro, pero no llega a desarrollarla. Con una referencia a la
cuestión 96 del Tratado de la Ley de Santo Tomás, Zanotti señala
explícitamente la coincidencia de los dos autores en que hay que
legislar teniendo en cuenta que la sociedad está formada por
seres humanos imperfectos, tanto moral como intelectualmente.
Me parece que esta consideración es un buen punto de partida
para exponer los trazos fundamentales de la filosofía política
de Karl Popper y ponerla en diálogo de manera fructífera con el
pensamiento de Tomás de Aquino.
Popper piensa que si una sociedad está formada
por seres humanos imperfectos, hay que presuponer que sus
gobernantes, que al fin y al cabo forman parte de esa sociedad,
también serán imperfectos. Es más, Popper se inclina a creer, a
la vista de los hechos históricos, que en muchas ocasiones los
gobernantes de una sociedad están por debajo, moral e
intelectualmente, del término medio de esa sociedad. Dado que no
es posible, a su entender, encontrar un método eficaz para
conseguir buenos gobernantes, le parece más sensato asumir como
punto de partida que podemos tener malos gobernantes que partir
de que tendremos gobernantes excelentes.
Este supuesto conduce al principal problema de la política, que
no es para Popper quién debe gobernar, sino cómo organizar las
instituciones políticas de tal manera que los malos gobernantes
causen el mínimo daño posible.
La respuesta de Popper a esta pregunta no es otra que la
democracia. El fundamento teórico de la democracia, propone
Popper, estaría precisamente en ser el sistema político que
posibilita cambiar los malos gobernantes sin necesidad de una
revolución violenta.
Popper compara esta propuesta en el ámbito político con una
posición suya en epistemología: al igual que no hay gobernantes
perfectos e infalibles, tampoco existen fuentes del conocimiento
completamente fiables. Por lo tanto, en vez de preguntarnos por
cuáles son las fuentes del conocimiento que no puedan
conducirnos al error, debemos preguntarnos si podemos organizar
nuestro conocimiento de tal manera que podamos detectar y
eliminar los errores.
Popper va más allá de la mera comparación,
proponiendo la introducción del método científico tal como él lo
concibe, en la actividad política del gobierno. Según Popper, la
clave del método científico es la actitud crítica que permite
desechar los errores y aprender de ellos. No existe un método
para encontrar teorías científicas verdaderas. Pero a todas
aquellas teorías científicas que seamos capaces de crear, es
necesario aplicarles la crítica a través de la contrastación de
sus consecuencias con la experiencia empírica. Si una teoría
supera las contrastaciones, podemos aceptarla provisionalmente.
Si una teoría no supera una sola contrastación, debemos
rechazarla, considerándola falsada. De este modo, las teorías
científicas son aceptadas provisionalmente o rechazadas de
manera racional gracias a la crítica a través de la
contrastación empírica.
De la misma manera, según Popper, deberían comportarse los
gobernantes, realizando experimentos sociales modestos:
“El tipo de experimento que puede suministrarnos
mayor número de datos es el consistente en alterar una
institución social por vez. En efecto, sólo de esta manera es
posible aprender a acomodar las instituciones dentro del marco
de otras instituciones y a ajustarlas en forma tal que funcionen
en conformidad con nuestras intenciones. Y sólo de este modo
podemos cometer errores y aprender de ellos sin arriesgarnos a
graves consecuencias que habrían de entibiar la voluntad de
futuras reformas. (…) El método gradual o parcial, sin embargo,
permite la repetición de los experimentos y el reajuste
permanente de los elementos utilizados. En realidad, podría
conducir a la feliz situación en que los políticos comienzan a
buscar sus propios errores, en lugar de tratar de eludir sus
propias responsabilidades y de demostrar que siempre han tenido
razón”.
Este es uno de los argumentos que Popper usa
para proponer como modo de gobierno lo que él denomina la
ingeniería social gradual. Los cambios en la regulación de la
sociedad no deben ser realizados a través de grandes
transformaciones con consecuencias difíciles de prever sino a
través de cambios parciales con consecuencias calculables.
Popper opone la ingeniería gradual a la ingeniería utópica. Esta
última pretendería encaminar todos los cambios sociales hacia un
objetivo final que sería la sociedad ideal. Pero Popper mantiene
que no es posible establecer racionalmente cuál es la sociedad
ideal. Las diferencias de opinión respecto del ideal no podrían
ser dirimidas racionalmente y por lo tanto, sólo podrían
solventarse mediante la violencia. A su vez, habría que
sacrificar a generaciones humanas para poder supuestamente
alcanzar el remoto ideal. Las consecuencias de este argumento
son expuestas por Popper de la manera siguiente:
“Cada generación de hombres, y por lo tanto,
también los que viven, tienen un derecho; quizás no tanto el
derecho de ser felices, pues no existen medios institucionales
de hacer feliz a un hombre, pero sí el derecho de recibir toda
la ayuda posible en caso de que padezcan. La ingeniería gradual
habrá de adoptar, en consecuencia, el método de buscar y
combatir los males más graves y serios de la sociedad, en lugar
de encaminar todos los esfuerzos hacia la consecución del bien
final”.
Por lo tanto, el político no debe intentar
legislar para conseguir una sociedad en la que todos los hombres
puedan ser felices sino legislar para erradicar los males
sociales. Popper afirma que es más fácil ponerse de acuerdo en
cuáles son los males sociales y los medios para combatirlos, que
en establecer un modelo ideal y los medios para alcanzarlo. De
esta manera, según Popper, la ingeniería gradual puede emplear
la razón en lugar de la violencia, consiguiendo llevar a cabo
las reformas por métodos democráticos. Pero este argumento no es
simplemente pragmático sino que tiene un trasfondo ético, ya que
la violencia causa sufrimiento humano. Y la eliminación del
sufrimiento humano es, para Popper, uno de los principales
principios de la ética:
“Yo creo que desde el punto de vista ético no
existe ninguna simetría entre el sufrimiento y la felicidad o
entre el dolor y el placer. (…) En mi opinión el sufrimiento
humano formula un llamado directo, esto es, un llamado de
auxilio, en tanto que no existe ningún pedido similar en el
sentido de que se aumente la felicidad de aquellos individuos
que se encuentran en una situación tolerable. (…) En lugar de
pedir la felicidad para el mayor número de gente, debemos
conformarnos, más modestamente, con la menor cantidad de
sufrimiento para todos, exigiendo, además, que ese sufrimiento
inevitable –como por ejemplo, el hambre en las épocas de escasez
de alimentos- se distribuya en la forma más equitativa posible.
Se me ocurre que existe cierta analogía entre este punto de
vista de la ética y el de la metodología científica que yo
proporcionaba en mi obra Logik der Forschung. En el campo
de la ética se gana en claridad si formulamos nuestras
exigencias en forma negativa, es decir, si exigimos la
eliminación del sufrimiento más que la promoción de la
felicidad. De modo semejante, es útil formular la tarea del
método científico como la eliminación de las falsas teorías (de
entre las diversas propuestas), más que como la consecución de
verdades eternas”.
Esta cita nos permite exponer algunas
consideraciones relevantes. En primer lugar, Popper apunta la
fundamentación ética de su filosofía política. Pero si
profundizamos más en el pensamiento popperiano podemos concluir
que la ética se encuentra en el fondo de todos sus
planteamientos,
no sólo en el ámbito de la filosofía política, sino también en
la epistemología. Hemos señalado algunos paralelismos que el
propio Popper establece entre su concepción del método
científico y su pensamiento político. De igual manera que en la
epistemología insiste en que la crítica racional de las teorías
científicas es el centro de la metodología que él propone, en
política insiste en que la crítica racional de la acción de
gobierno es el centro de la organización política por él
propuesta. Pero en ambos casos, el fundamento de sus propuestas
es de carácter ético. En el ámbito epistemológico, su apuesta
por el racionalismo crítico se fundamenta en que es un método
para intentar convencer mediante la argumentación y no mediante
la violencia.
Y como hemos visto, su apuesta por la democracia también se
fundamenta en que es una organización política que permite
cambiar al gobernante y a las leyes sin violencia. El rechazo de
la violencia es una decisión de carácter ético. Quisiera
subrayar el término decisión: es posible en ética, según Popper,
argumentar a favor o en contra de una tesis, pero en último
término hay que tomar una decisión que no se sustenta en la
racionalidad científica.
La argumentación en ética se basaría en el análisis de las
consecuencias de una decisión. De igual modo que ante una teoría
científica debemos analizar las consecuencias en contraste con
la experiencia, ante una teoría moral debemos analizar, según
Popper, sus consecuencias pero ya no tenemos como contraste la
experiencia sino la propia conciencia.Y
es la conciencia de Popper la que le conduce a odiar la
violencia: pero ese odio está, para Popper, en el nivel de las
emociones y pasiones, y por lo tanto, en un nivel irracional. En
último término, la ética está en la base del racionalismo
crítico y de la democracia, aunque paradójicamente esa base sea
irracional.
Las discusiones sobre fines en política serían
en realidad discusiones éticas. Por lo tanto, la decisión para
optar entre fines rivales no puede alcanzarse por medios
puramente racionales y como consecuencia podría acabar
fácilmente siendo tomada e impuesta mediante la violencia. La
política, según Popper, no debe tratar de fines sino que debe
quedar reducida al ámbito de los medios, a ingeniería social
racional. Y el ámbito de los fines, aunque permite argumentación
racional, escapa en último término a la racionalidad científica
y queda en manos de lo emocional. Aquí nos encontramos ante el
racionalismo popperiano de carácter cientificista. Popper no es
un neopositivista que piense que solamente la ciencia positiva
es la única forma de racionalidad. Pero sí cree que la
racionalidad científica es la mejor y la única que nos
posibilita tomar decisiones racionales.
Dada la limitación de esta racionalidad
científica, las decisiones racionales que permite tomar siempre
son de carácter negativo. En el ámbito epistemológico, la
racionalidad científica nos lleva a eliminar las teorías falsas.
En el ámbito social, la ingeniería social racional nos conduce a
eliminar los males sociales. Pero no es posible ir más allá: no
podemos pretender alcanzar la verdad en el conocimiento, igual
que no podemos pretender alcanzar la felicidad en la vida
social. Popper acepta que buscamos teorías mejores a través de
la falsación de las teorías erróneas. Acepta que buscamos un
mundo mejor a través de la eliminación de los males sociales.
Pero en ambos casos, el método que nos permite usar la estrecha
racionalidad científica con la que contamos es un método
negativo, un método de eliminación de lo erróneo o malo. Esta
limitación, de por sí, ya es importante, pero ¿este método es
eficaz?
En el ámbito epistemológico, el método crítico
no está libre de problemas graves. La posibilidad de una
contrastación empírica errónea, abre una seria dificultad en el
esquema popperiano: es posible rechazar una teoría científica
correcta.
En el ámbito social, nos parece que hay que tener en cuenta la
doctrina política clásica sobre la tolerancia. Tolerar, en
sentido clásico, significa soportar un mal. Hay males que deben
ser tolerados porque el intento de erradicarlos podría producir
males mayores.
Santo Tomás lo recuerda con una referencia a San Agustín:
“Como dice San Agustín en I De lib. arb.,
la ley humana no puede castigar o prohibir todas las acciones
malas, pues al tratar de evitar todo lo malo, suprimiría a la
vez muchos bienes e impediría el desarrollo del bien común, que
es indispensable para la convivencia humana”.
Por lo tanto, no es posible evaluar
adecuadamente el intento de eliminar un problema social y los
medios a emplear si no se tiene en cuenta el bien común. De
hecho, en el ámbito epistemológico, Popper defiende la verdad
como un principio regulador del método científico. Y propone, a
pesar de pensar que no hay criterios para establecer la verdad,
criterios para juzgar el progreso hacia la verdad. De esta
manera, afirma que para hacer ciencia hay que dejarse guiar por
la idea de verdad.
Sería razonable pensar, por lo tanto, que en el ámbito político
debería aceptar también el bien común como principio regulador
de la actuación legislativa y de gobierno, tal y como propone
Santo Tomás:
“Hemos visto (a.1) que la ley, al ser regla y
medida de los actos humanos, pertenece a aquello que es
principio de estos actos. (…) El primer principio en el orden
operativo, del que se ocupa la razón práctica, es el último fin.
Y como el último fin de la vida humana, según ya vimos (q.2 a.7;
q.3 a.1; q.69 a.1), es la felicidad o bienaventuranza, síguese
que la ley debe ocuparse primariamente del orden a la
bienaventuranza. Además, la parte se ordena al todo como lo
imperfecto a lo perfecto, y el hombre individual es parte de la
comunidad perfecta. Luego es necesario que la ley se ocupe de
suyo del orden a la felicidad común”.
Sin embargo, Popper afirma, precisamente después
de una referencia a Santo Tomás, que el ideal político de querer
la felicidad común es quizás el más peligroso de todos los
posibles.
Para Popper se trata de un planteamiento utópico que deberá
enfrentarse a la imposibilidad de establecer racionalmente en
qué consiste ese bien o felicidad común, y que acabará
degenerando en una situación intolerante y violenta que no hará
más que aumentar el sufrimiento humano. Lógicamente, una
discusión en el ámbito de los fines no es una discusión, para
Popper, propiamente política sino ética. El planteamiento
utópico tiene un fundamento moral:
“Se basa además –a mi entender- en una
interpretación completamente errónea de nuestros deberes
morales. (…) La exigencia política de métodos de tipo gradual (a
diferencia de los utópicos) corresponde a la decisión de que la
lucha contra el sufrimiento se convierta en un deber, en tanto
que el derecho a preocuparse por la felicidad de los demás sea
un privilegio circunscrito al estrecho círculo de amigos. En ese
caso, quizás tengamos cierto derecho a tratar de imponer nuestra
escala de valores, por ejemplo, nuestra preferencia con respecto
a la música. (Y quizás lleguemos a sentirnos obligados a
abrirles ese mundo de valores que, según confiamos, habrá de
contribuir tanto a su felicidad). Pero tenemos este derecho
gracias y debido a que pueden librarse de nosotros en cualquier
momento, porque pueden poner fin a su amistad cuando lo deseen”.
Por lo tanto, Popper está dispuesto a aceptar
el planteamiento utópico si la comunidad a la que se aplica es
la que se constituye gracias a la amistad. Uso explícitamente el
concepto de comunidad, recogido de Santo Tomás, para señalar
como Popper contrapone las relaciones de amistad a las
relaciones en la esfera pública. Establece una dicotomía entre
las relaciones comunitarias, en las que priman los valores
solidarios, y las relaciones societarias, en las que priman los
valores individualistas. Esta dicotomía no estaba presente en el
pensamiento clásico tradicional: en lo público también estaban
presentes los valores fraternales y el concepto de comunidad era
el centro de la teoría política.
Es más, como se ve incluso desde el punto de vista etimológico,
hay una estrecha relación entre la noción de comunidad y la de
bien común. No se puede hablar de comunidad sin referencia al
bien común del cual participan todos los miembros de la
comunidad. Pero, entonces, el bien común no puede ser algo
material porque éste no podría ser participado comunitariamente.
La pretensión de ser entendido de esta manera ha conducido
históricamente al totalitarismo comunista, que es el principal
objetivo de la crítica de Popper en su famoso libro La
sociedad abierta y sus enemigos. El bien común debe ser
entendido de manera mucho más global, referido a todo el ser
humano. Y de todas las dimensiones humanas, se relacionará
principalmente con las superiores, es decir, las espirituales.
El mismo Popper parece apuntar en esta dirección cuando escribe
sobre educación:
“Si bien está perfectamente claro (…) que el
político debe limitarse a luchar contra los males, en lugar de
combatir por valores ‘positivos’ o ‘superiores’ tales como la
felicidad, etc., el maestro se encuentra, en principio, en una
situación diferente. Aunque no debe imponer su escala de
valores ‘superiores’ a sus alumnos, debe tratar, ciertamente, de
estimular su interés por estos valores. Debe, en una
palabra, cuidar el espíritu de sus alumnos. (Cuando Sócrates les
decía a sus amigos, que cuidasen de su espíritu, él
estaba cuidándolos a ellos)”.
Para Popper, este cuidado del espíritu de los
discípulos está condicionado por la posibilidad de una amistad
entre maestro y discípulo. El número de alumnos con el que se
encuentra un maestro en los sistemas educativos actuales, haría
imposible la posibilidad de esta amistad: Popper concluye,
entonces, que sin amistad no sería adecuado intentar estimular a
los alumnos en el interés por valores positivos. Dejando a un
lado la crítica que podría realizarse a esta posición en la que
no se tiene en cuenta la sociabilidad natural del hombre que se
manifiesta en lo que Aristóteles denominó la amistad civil,
nos interesa subrayar ahora que el mismo Popper relaciona la
felicidad humana con el cuidado del espíritu. Esto le acercaría
a la posición de Santo Tomás, que vincula, como hemos visto, la
felicidad humana a la bienaventuranza:
“Es imposible que la bienaventuranza del hombre
esté en algún bien creado. Porque la bienaventuranza del hombre
es el bien perfecto que calma totalmente el apetito, de lo
contrario no sería fin último si aún quedara algo apetecible.
Pero el objeto de la voluntad, que es el apetito humano, es el
bien universal. Por eso está claro que sólo el bien universal
puede calmar la voluntad del hombre. Ahora bien, esto no se
encuentra en algo creado, sino sólo en Dios, porque toda
criatura tiene una bondad participada. Por tanto, sólo Dios
puede llenar la voluntad del hombre, como se dice en Sal 102,5:
El que colma de bienes tu deseo. Luego la bienaventuranza
del hombre consiste en Dios solo”.
De aquí se concluye que el bien común, tal como
lo entiende Santo Tomás, no puede ser otro que Dios. Al ser
Popper un agnóstico, podríamos pensar que aquí termina todo
posible diálogo entre él y Santo Tomás. Pero, si se nos permite,
quisiéramos sugerir una posible vía para continuarlo un poco
más. El bien común, para Santo Tomás, es el bien último o
felicidad de todos y cada uno de los seres humanos que forman la
comunidad. Por lo tanto, el bien común no significa el bien de
una sociedad abstracta de carácter colectivista sino al bien de
una comunidad, y por lo tanto, de todas las personas concretas
que la forman. Popper sostiene una posicición individualista por
contraposición al colectivismo, pero se trata de un
individualismo que califica de altruista y de origen cristiano.
Señala la cercanía de su posición a la siguiente interpretación
del cristianismo:
“Los pensadores cristianos han interpretado la
relación entre el hombre y Dios al menos de dos maneras
diferentes. La manera sensata puede ser expresada así: ‘No
olvides nunca que los hombres no son Dioses; pero recuerda que
hay en ellos una chispa divina’”.
Su individualismo altruista podría llevarle a
aceptar, entonces, que el fin de la política es el bien del ser
humano concreto y real que vive en comunidad. Su bien no es sólo
su bien individual sino también el bien de los demás seres
humanos de su comunidad. Su bien no es sólo su bien particular
sino el bien común, la felicidad común, a la cual puede y debe
contribuir.
Pero, entonces, Popper se encuentra con que la racionalidad
científica, con la que propone llevar a cabo la política, no
puede hacerse cargo de la persona concreta:
“Es el individuo particular, único y concreto el
que no puede ser investigado por los métodos racionales (…) La
ciencia puede describir tipos generales de paisajes, por
ejemplo, o de hombres, pero nunca podrá agotar un solo paisaje
individual o un solo hombre. Lo universal, lo típico, no sólo es
el dominio de la razón, sino también un producto de la razón, en
la medida en que lo es de la abstracción científica. Pero el
individuo único y sus acciones, experiencias y relaciones únicas
con los demás individuos no pueden ser nunca objeto de una
completa racionalización. Y parece ser precisamente este reino
irracional de la individualidad singular el que confiere
importancia a las relaciones humanas”.
En definitiva, la racionalidad científica
popperiana no puede hacerse cargo cabalmente ni del ser humano
concreto ni del ámbito de las relaciones humanas. Lo único que
cabe hacer en política es aplicar una ingeniería social de
carácter externo que intente establecer la racionalidad en un
mundo irracional. Y efectivamente, el ser humano y sus
relaciones con los demás no pueden comprenderse exclusivamente
con la racionalidad científica. Pienso que Santo Tomás estaría
de acuerdo con esta última afirmación. Es necesaria una
racionalidad mucho más amplia para comprender al hombre,
una racionalidad que supere las limitaciones del racionalismo
cientificista. En Santo Tomás encontramos una racionalidad
abierta a la trascendencia, capaz de recorrer caminos
inicialmente insospechados. Como afirma Juan Pablo II:
“La Revelación introduce en la historia un punto
de referencia del cual el hombre no puede prescindir, si quiere
llegar a comprender el misterio de su existencia; pero, por otra
parte, este conocimiento remite constantemente al misterio de
Dios que la mente humana no puede agotar, sino sólo recibir y
acoger en la fe. En estos dos pasos, la razón posee su propio
espacio característico que le permite indagar y comprender, sin
ser limitada por otra cosa que su finitud ante el misterio
infinito de Dios”.
Cuando Santo Tomás afirma que el bien último del
hombre es la felicidad o bienaventuranza y que las leyes deben
ordenarse a la bienaventuranza y a la felicidad común, no ha
zanjado la respuesta a la pregunta sobre la finalidad de la ley.
Más bien está indicando un nuevo horizonte que amplía las
posibilidades de la razón en su búsqueda de la verdad sobre el
hombre y la ley. Popper es un buen testimonio de las
dificultades para conseguir una comprensión cabal del ser humano
cuando la razón se encierra en el racionalismo y rechaza el
horizonte de la trascendencia.
Ref.
K. Popper, La sociedad abierta y sus enemigos,
Paidós, Barcelona 1998, p. 126. De manera más general
afirma: “También me parece razonable adoptar en política el
principio de que debemos siempre prepararnos para lo peor
aunque, tratemos al mismo tiempo, de obtener lo mejor”:
Idem.
|
|