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Barcelona

20-25 Septiembre 2005

 
 
     
 

LEY Y LIBERTAD:

ÉTICA Y POLÍTICA PARA EL SIGLO XXI

 
 
 
     
 

  

Ley, obediencia, secularización
 
 
 
Carlos Llinás Puente

Facultad de Filosofía
de la Universidad Ramon Llull

 

 

I.

 

            En la medida en que sea cierto que la filosofía quiere ser un camino hacia la verdad, un esfuerzo (“amoroso”) por captarla con la inteligencia de forma comprensible para los hombres, seguramente no es del todo absurdo suponer que deben poder distinguirse diversos modos en que la verdad así alcanzada es susceptible de ser expuesta “discursivamente” por el filósofo que la investiga, sea cual sea su objeto concreto y su grado de certeza subjetiva. Frente a otras posibles opciones, en esta ponencia se ensayará una “vía indirecta” hacia el tema “libertad y ley” que consistirá, básicamente, en tratar de poner de relieve determinados “armónicos” de la tradición a partir, sobre todo, de la contundente negación de los mismos que es posible encontrar en uno de los autores actuales de mayor éxito: Richard Rorty. Es nuestra convicción que, cuando la oclusión de los elementos tradicionales llega a ciertos extremos, uno de los posibles caminos para su recuperación pasa, precisamente, por comprobar “empíricamente” la distancia que nos separa de ellos. «El libre uso de lo propio es lo más difícil»[1], y a nadie puede resultarle extraordinario que sólo a través de un rodeo por lo extraño sea posible, muy a menudo, alcanzarlo.

 

 

II.

 

            En un libro extraordinario publicado por primera vez en el año 1939[2], Gerhard Krüger se planteaba en sus páginas iniciales el problema de la accesibilidad actual de los autores antiguos, pensando concretamente en el caso de Platón. ¿Cómo sintetizar, por ejemplo, todas las definiciones de la filosofía que es posible localizar y extraer de los diálogos platónicos, viendo en ellas una cierta unidad? Estas definiciones[3] pueden quizás, y en el mejor de los casos, entenderse por separado; podemos incluso prescindir de ciertas aclaraciones que serían necesarias y de preguntarnos demasiado imperiosamente si y cómo aquellas definiciones resultan conciliables. Sin embargo, y pese a todas las licencias que pueda permitirse, el lector actual se encuentra y se encontrará permanentemente enfrentado a la evidencia de que incluso los elementos para él más comprensibles aparecen en Platón siempre unidos a otros que parecen hoy ininteligibles: sobre todo, un cierto elemento “místico” y la conexión de la idea de la filosofía con una cierta “conducta de vida” extraña al hombre de nuestros días. Permanece oculto para nosotros de qué manera puedan comprenderse aquellas definiciones de Platón como una unidad y, en particular, como una filosofía. La alternativa más inmediata a la que entonces parece que el lector actual se ve condenado es: o bien aceptar que no se puede entender nada, o bien considerar los términos platónicos como una expresión todavía imperfecta de aquello que sólo puede ser llevado a la luz a través de nuestros conceptos modernos. Krüger, sin embargo, afirma la existencia de una tercera posibilidad: apartar nuestros conceptos, ponerle preguntas al texto y ponerse así a la escucha de Platón tratando de filosofar con él, sobre todo allí donde la cosa suena más insólita –por ejemplo, en la determinación de la filosofía a través de la sorprendente figura mítica de Eros (de aquí saldrá toda la segunda parte del libro de Krüger, que no es otra cosa que un comentario del Banquete platónico).

 

            ¿Resulta viable esta tercera posibilidad? ¿No comporta el “historicismo” de nuestra época que debamos considerarla cuando menos improbable? Aquí es donde interviene la cuestión más decisiva: Krüger es, él mismo, un “hombre de nuestros días”, inmerso en las cuestiones del pensamiento de su tiempo y perfectamente consciente (forma parte de esas cuestiones) de los condicionamientos históricos de toda indagación intelectual; sin embargo, no considera que tal hecho deba llevar necesariamente a la conclusión de que “no cabe entender nada”:

 

«Los filósofos de la Antigüedad no siempre resultan accesibles, aunque siempre se haya tenido noticia de ellos. Puesto que el conocimiento de estos filósofos es empírico –un encuentro en el tiempo que depende del favor de las circunstancias espirituales–, la diversidad de los aspectos que se manifiesta en la historia de la investigación no debería llevarnos a engaño como si se tratara de una cosa inevitable. Los objetos de la historia del espíritu son demasiado grandes para ser siempre cercanos a la investigación. Como algunas estrellas del cielo que sólo raramente, en posición favorable, pueden ser estudiadas desde el punto de observación terrestre –y esto aunque siempre estén ahí, e incluso quizá siempre visibles–, así los grandes filósofos sólo resultan verdaderamente accesibles en circunstancias históricas particulares, quizá únicas, del pensamiento. El conocimiento de la verdad histórica tiene él mismo un destino histórico. Lejos de justificar con esto un escepticismo relativista, este destino debería inducirnos a considerar siempre nuestra posición hermenéutica y a utilizar los conceptos que llevamos con nosotros de forma problemática, crítica.»

 

            Que “el conocimiento de la verdad histórica tenga él mismo un destino histórico” no comporta por fuerza que debamos resignarnos a la imposibilidad de comprender autores y tiempos que no parten de nuestros mismos prejuicios, sumiéndonos así en el relativismo o en el escepticismo más completos. Lo que comporta es, más bien, que alcanzamos una conciencia más perfecta de la limitación que suponía creer que era posible aquella olímpica ausencia de prejuicios que el hombre moderno estaba convencido de poseer en exclusiva, de la cual se seguía que todo lo pasado era incompleto y sólo podía llegar a ser comprendido (mejor de lo que lo había sido por sus propios creadores) como parte y proceso imperfecto hacia la plena conceptualización sólo hoy posible. En otros términos: nuestro “historicismo” (como nuestro “existencialismo”, o el “situacionismo” de nuestra “filosofía de la vida” –o, más cerca aún de este inicio del siglo XXI, nuestro “deconstruccionismo”, nuestros múltiples “nietzscheanismos”, etc.) es evidente que, por un lado, incrementan la distancia interior que nos separa de un autor de un tiempo que nos es muy ajeno y, en este sentido, dificultan la comprensión de pensadores como Platón o Santo Tomás de Aquino... Pero es igualmente evidente que, por otra parte, admitiendo y generalizando la hipótesis de que toda época posee sus prejuicios, tales corrientes han interrumpido –o permiten que se interrumpan– muchas de las malas interpretaciones de los autores antiguos que los prejuicios modernos, inconscientes, favorecían: por ejemplo, la tentación de pensar a los filósofos anteriores al siglo XV en el sentido de la idea moderna de “sistema”. Sabiendo que existen, vemos a través de todos nuestros prejuicios: no sin ellos, mas, con ellos, sabiendo de ellos, podemos ver algo de lo que en otros tiempos resultó esencial sin caer ni en la ilusión de que comprendemos a los autores mejor de lo que ellos se entendían ni en la ilusión inversa de que no podemos comprender cosa alguna. El momento de autocrítica del yo autosuficiente y soberano contenido en las corrientes filosóficas de las primeras décadas del siglo XX, que no ha hecho más que acentuarse en la filosofía posterior a la Segunda Guerra Mundial, con su tendencia a disolver enteramente el sujeto moderno en sus precondiciones históricas, vitales, sociales, “irracionales”, etc., y con el evidente peligro concomitante de sumirse definitivamente en la nada de la mera explicación accidental, ofrece a la vez, no obstante, la ocasión para una autocrítica metodológica (y no sólo metodológica) radical que reabra el horizonte de una comprensión realmente histórica del pensamiento de los antiguos, llevándonos de nuevo desde el “yo solarmente autoconsciente” de la Ilustración al “no saber” socrático, que “sabe” que el sujeto humano concreto que piensa filosóficamente siempre es alguien finito, limitado, sostenido siempre por algo “preconsciente”. Lo expreso en los términos de la metáfora “astronómica” contenida en el texto de Krüger citado: aun cuando siempre presentes en el cielo estrellado de la historia del pensamiento occidental, es muy probable que los grandes pensadores de nuestra tradición sólo resulten accesibles en circunstancias históricas muy particulares, quizá únicas, como las que ofrecen, precisamente, las corrientes dominantes en nuestra época: disolviéndolo todo, disuelven a la vez –o nos permiten ver a través de ellos– los prejuicios que impedían una primera aproximación auténticamente histórica a lo que de más esencial tal vez nos decían.

 

            Esta es la razón fundamental por la que asumo la “vía indirecta” a la que al principio he aludido: a través de un autor (Richard Rorty) de nuestro tiempo, pensando con él y arriesgándonos así en lo que de más disolvente contenga, podemos quizá llegar a entrever, aun cuando sea en una cierta perspectiva invertida, algunos de los motivos más centrales de la tradición de los que él mismo supone la radical negación; tan radical, sin embargo, y precisamente, que niega a la vez los motivos que, en tiempos más recientes, obstruían la captación de lo que los autores “premodernos” de más innegociable suponían. Insisto en que esto es sólo una posibilidad, que existe el peligro concomitante de abandonarse a la dinámica de la mera desintegración y que, en cualquier caso, los temas de fondo tradicionales (los que hay bajo el término “ley”, por ejemplo) es muy probable que sólo comparezcan por este camino de forma muy general y, normalmente, negados (o invertidos). Pero creo que la tarea merece la pena y que el resultado puede ser realmente fructífero. Paso, entonces, a Rorty, y a la autointerpretación que este mismo autor hace de su pensamiento en el contexto de la evolución histórica de la filosofía durante los últimos siglos.

 

 

III.

 

            Ha hecho una cierta fortuna la tesis (y Rorty, en términos generales, la comparte) de que la filosofía del lenguaje contemporánea habría venido a ser una “transformación” de la moderna filosofía trascendental del sujeto (sobre todo en la versión kantiana de ésta), y que la moderna filosofía trascendental del sujeto, a su vez, no sería otra cosa que la correspondiente “transformación” de la metafísica más tradicional (en la versión que se prefiera, aunque, sobre todo, en la de la escolástica de cuño tomista)[4]. Tal tesis suele suponer, naturalmente, que entre los tres tipos de filosofía existe una cierta continuidad y, a la vez, la discontinuidad que más propiamente justifica el uso del término “transformación”. La continuidad se encontraría en el hecho de que estas tres clases de “filosofía”, todas ellas, pretenden constituirse en la forma de una “filosofía primera” capaz de acceder a lo en sí principial; esto es, las tres clases de filosofía se moverían básicamente por el impulso hacia un “algo” primero que debería jugar el papel del “fundamento” en el que todo lo demás se asienta y a partir del cual todo lo demás puede ser de algún modo conocido. La discontinuidad se cifraría, evidentemente, en la determinación de cuál es en cada caso aquel “algo” que funge como fundamento y, con ello, en la de todo cuanto de tal diferencia se siga. Simplificando: la metafísica tradicional empezaría por el “ser” como lo primero conocido de la realidad en cuanto tal, y por el ser como “acto”; su punto de partida sería la “cosa”, el “objeto”, y lo que en ella rige en cuanto “siendo”. De ahí se seguirían todas las distinciones y “conceptos” o nociones que la tradición escolástica piensa, desarrolla, matiza, etc., a lo largo del tiempo: esencia y existencia, categorías y trascendentales, analogía, etc. La moderna filosofía trascendental del sujeto, por su parte, habría “descubierto” un hecho ineludible que, a su juicio, la metafísica tradicional no habría tenido al menos suficientemente en cuenta: aquello que yo llamaré, en lo que sigue, la inevitable “mediación subjetiva” de todo conocimiento objetivo. Se trata del “factum” de que todo acceso a la “cosa” supone siempre previa o simultáneamente el “yo” que la conoce. La “mediación subjetiva” (que sólo el yo es inmediato con respecto a sí mismo) implica, de entrada, que no podemos tener certeza alguna de que lo conocido corresponda (“represente”) realmente a lo que efectivamente existe. Nuestra subjetividad podría introducir en el conocimiento de la cosa tantas y tales “distorsiones” que no tenemos ninguna garantía de que lo que “vemos” realmente “sea”. Se impone, por tanto, una “retroreflexión” del sujeto sobre sí mismo que tenga por tema las “condiciones de posibilidad” subjetivas del conocimiento del “objeto”. Es importante atender a diversos aspectos de lo que esta opción significa: en primer lugar, la “sospecha” de que lo “conocido” pueda no corresponder a lo que “es” supone alejar al pensar de la inmediatez de la “cosa” y de su “ser”; la “nueva” filosofía no será, en primer término, “metafísica” u “ontología”, sino ante todo “teoría del conocimiento”, o una “lógica” de singular especie. La sustancia del “giro crítico” moderno radica precisamente en esta “sospecha”, que se dirigirá principalmente a la cuestión del estatuto de la metafísica en cuanto “ciencia”. En segundo lugar, el giro hacia la subjetividad supone, correlativamente a lo que acabamos de decir, que la noción de “acto” cede en importancia frente a la de “posibilidad” –lo acabaremos de comentar indirectamente en los puntos que seguirán. En tercer lugar, el viraje crítico hacia el yo supone también que, de entrada, y aunque sea por unos “instantes”, quede en suspenso la cuestión de la fundamentación en cuanto tal: que el sujeto “medie” el conocimiento de la cosa significa sin más que no sabemos propiamente si accedemos al principio sustancial de lo que es o si siempre restamos presos en la red de nuestro propio yo. Podría ocurrir perfectamente que la mediación subjetiva implicara que las peculiaridades psíquicas de cada individuo impidieran todo conocimiento real de la cosa o, al menos, que obligaran a una suspensión escéptica del juicio sobre un tal conocimiento (Hume). Podría ocurrir también, en el caso de que se fuera capaz de determinar condiciones universales de la subjetividad cognoscente, que cuando mucho pudieran ser determinadas las propiedades de una ciencia intersubjetiva del objeto dado al yo lógico, sin que en ningún caso fuera posible garantizar un acceso teórico al “en sí” principial de la realidad (Kant). En cuarto lugar, sin embargo, y si el impulso hacia una “filosofía primera” y hacia lo que ésta exige siguieran teniendo suficiente energía, podría suceder que el giro hacia la subjetividad se convirtiera en un giro, precisamente, hacia la subjetividad como primer fundamento. Las condiciones que tal subjetividad debería exhibir para poder ejercer tal papel pueden ser reducidas, en último término, a la de la propia transparencia del sujeto con respecto a sí mismo: en cuanto el yo es lo sólo inmediato en relación a sí, únicamente la claridad diurna de la evidencia que tuviera de su propio ser podría convertirlo en el fundamento que se necesitaría para basar en él el conocimiento e incluso el “ser” de cuanto es: en la “certeza” de sí mismo y de sus contenidos, el sujeto halla la “verdad” de toda realidad. Tal cosa, pensada de forma plenamente radical, supondría un sujeto absolutamente “productivo” –un Sujeto Absoluto– como el que sólo se da definitivamente en Hegel. Desde este punto de vista, el gran idealista alemán lleva a su consumación indudablemente una de las posibles “salidas” a la aporía introducida por la enfatización del motivo de la “mediación subjetiva”. Es característico de esta salida, sin embargo –y ello ha de ayudarnos a comprender por contraste las otras–, que la evidencia que el Sujeto Absoluto tiene de sí mismo en ningún caso es ni puede ser “inmediata” en el sentido habitual del término: no hay en Hegel identificación simple de verdad y certeza, sino el lento y doloroso despliegue de tal “inmediatez” en las mediaciones del concepto –el Sujeto sólo se conoce a sí mismo como Absoluto mediante la “paciencia” y la torturada “negatividad” del “trabajo del concepto” en la historia y en las conciencias individuales, esto es, a través de la labor incansable que lleva por nombre “dialéctica” (en el sentido específicamente hegeliano de la palabra). No es por aquí, como resulta claro, que fueron los primeros tanteos del pensamiento moderno: en Descartes, por ejemplo, el descubrimiento del “factum” de la mediación subjetiva llevó efectivamente, en un contexto y con una idea de la filosofía aún básicamente tradicional, al esfuerzo por transformar al propio sujeto en el fundamento cierto del conocer; inmediatamente, no obstante, tal sujeto (finito e imperfecto, como demostraba el hecho mismo de haberse descubierto dudando) sólo podía funcionar como fundamento de la “ciencia” humana, y en ningún caso era tan “productivo” que de él dependiera absolutamente el ser de todas las demás criaturas. Para Descartes, la identidad de verdad y certeza en el alma del hombre garantiza el conocimiento y el ser de lo así conocido, pero siempre todavía bajo la dependencia de un Dios creador que es el que realmente “produce” las cosas y, entre ellas, la misma certeza-verdad de la que gozan ciertas ideas por Él impresas en la mente de la criatura racional. El “recurso” a la divinidad, que tantos y de tantas maneras han considerado un subterfugio, era sin embargo la única manera que probablemente aún le quedaba a Descartes (y, con él, a los principales “metafísicos” del siglo XVII) de salvar a la vez la idea tradicional de la filosofía “teórica” como ciencia primera (como esfuerzo hacia el fundamento) y la distinción cristiana entre el Creador y la criatura en el contexto configurado por el “descubrimiento” y la centralidad otorgada al “factum” de la mediación subjetiva. Ya Spinoza dará un paso decidido hacia la supresión de aquella distinción, reservando el término sustancia para sólo Dios y convirtiendo cuerpo y alma en dos de los infinitos “modos” de aquélla. ¿Qué hace Kant ante la alternativa planteada por aquellos términos? Si nos fijamos con atención (el libro de Krüger sobre este autor[5] es decisivo para cuanto aquí podamos decir), al nivel de la razón teórica Kant es capaz únicamente de garantizar la existencia de una “ciencia” humana en el sentido de un saber intersubjetivamente válido del fenómeno: la certeza que la razón tiene de sí misma no da para más. Y, en este sentido, no hay “fundamentación” de lo conocido en cuanto tal, que siempre es objeto para un sujeto (idealismo) y, a la vez, sujeto para un objeto (idealismo trascendental o crítico)[6]. El “ser en sí” de lo conocido resulta teóricamente inaccesible –para alcanzarlo, Kant recurrirá, como es bien sabido, al uso práctico de la razón: sólo la ética “toca” la “cosa en sí” y desvela el lugar que al hombre corresponde en el orden creado por Dios –sólo la ética es, en definitiva, y si es lícito emplear aquí la expresión, “filosofía primera”.

 

            Resulta plausible, en tercer lugar, y a partir de todo cuanto llevamos dicho, la tesis de que la contemporánea filosofía lingüística habría heredado de la moderna filosofía gnoseológica, en sus iniciadores al menos y seguramente en muchos de sus representantes más conspicuos, el “pathos” de la fundamentación y, por tanto, la idea de lograr por fin una filosofía “científica” realmente “primera”. Simplemente, habría radicalizado para ello el “criticismo” de su predecesora, denunciando las propias mediaciones existentes dentro de la mediación subjetiva y, en particular, la mediación lingüística de todo pensamiento: el yo tampoco es inmediato con respecto a sí mismo; en su “auto-relación” siempre se encuentran el lenguaje y lo que este lleva consigo. Y habría sacado de ahí la conclusión de que el único ámbito verdaderamente “trascendental” era, justamente, el de la “posibilitación lingüística”. Lo trascendental no es ya el “ser” y sus atributos, pero tampoco lo subjetivo de una conciencia que fácilmente se pierde a sí misma en manos de ciencias subordinadas como la psicología o en los galimatías sospechosamente “metafísicos” de una “reflexión trascendental” en busca de las “condiciones de posibilidad de la experiencia y de su objeto”. Lo único realmente “trascendental” es el lenguaje en cuanto que realización a la vez concreta (“tangible”) y efectivamente mediadora de todo saber. En cuanto que tal retroreflexión sobre las condiciones de posibilidad lingüística del pensamiento (las precondiciones lingüísticas de las condiciones de posibilidad de la conciencia), la pretensión fundadora de la filosofía como “filosofía primera” permanecería básicamente intacta. Y cuando la filosofía del lenguaje, sobre todo tras la publicación de las Investigaciones de Wittgenstein, tiende a perderse en el laberinto del mero detalle particular, desvaneciéndose con ello el impulso hacia una filosofía verdaderamente primera que la iniciara, empieza a la vez su degeneración en la forma de una “escolástica” atenta únicamente a los “puntos” y las “comas”, o bien su camino hacia una manera de concebir las “precondiciones lingüísticas” que sólo puede descomponerlas en lo meramente accidental y contingente de las circunstancias sociales, históricas, políticas, etc., elevadas cuando mucho por una sospecha convertida en sistemática a la categoría de aquel sustrato inconsciente que, como voluntad de poder o de lo que sea, “crea” arbitrariamente todas las formas lingüísticas y, con ellas, todas las configuraciones de dominación que imperan en los diversos momentos de la historia y en las distintas civilizaciones.

 

El primer libro importante de Rorty[7] consiste esencialmente en un análisis de la tradición analítica bajo la óptica de que, inicialmente, en efecto no fue otra cosa que un intento de realizar el “proyecto kantiano” tomando lo lingüístico como punto de partida o ámbito de lo “trascendental”. La tesis de Rorty es, precisamente, que esta lectura de la tradición de la filosofía analítica del lenguaje, ajustada indudablemente a lo que pretendieron y pretenden muchos de sus representantes, no coincide con el efecto histórico que en realidad ha tenido (o con el que él quisiera que tuviera), y que él más bien identifica con la segunda de las posibilidades que ya hemos anticipado que pueden suceder a la filosofía del lenguaje cuando pierde su “pathos” de filosofía primera. El giro lingüístico no tendría su centro y su significación principal en proporcionarnos “otro” modelo de filosofía primera, sino en mostrarnos finalmente la inanidad de todos esos intentos, mostrándonos a la vez lo que en realidad contenían. Rorty detecta en la contemporánea filosofía del lenguaje un “movimiento de pragmatización” que eludiría, en último término, toda sustancialidad: en él se agotaría, en realidad, la significación histórica de aquella “nueva” filosofía. La verdadera aportación de la filosofía del lenguaje del siglo XX ha sido probar que no hay salida fuera de las mediaciones comunitarias del yo contenidas en el lenguaje que media todo conocimiento de la realidad e incluso la autoconciencia del sujeto. Puede sonar paradójico o quizá contradictorio, pero esto es en esencia lo que viene a decir Rorty: el sujeto que media todo conocimiento de la realidad es, a su vez, mediado por toda una serie de instancias de tipo histórico, social, ideológico, etc. –todas ellas constitutivamente contingentes– de las que el lenguaje no sería más que la cristalización por excelencia. Tales instancias no son, en último término, otra cosa que productos de los consensos pragmáticos que los hombres han ido estableciendo a lo largo del tiempo con el fin de alcanzar el máximo nivel de felicidad que resulte posible. Vista la cosa de esta manera, el “problema” de cómo puede ocurrir (y cómo garantizar lógicamente) que una representación lingüística (o mental-cognoscitiva) resulte adecuada a la realidad, se resuelve (o se disuelve) por sí mismo sin demasiada necesidad de explicaciones: toda “creencia” no es sino un “hábito colectivo” de comportamiento para el cual su “correspondencia” como “representación” no tiene la menor importancia; simplemente interesa que cumpla la función que le fue atribuida por la conciencia que la creó. Indudablemente –e irónicamente, pero con perfecta conciencia de sí–, tal supuesto implica que los consensos colectivos (la conciencia comunitaria) productores de tales “creencias” son pensados bajo el modelo romántico del sujeto autocreador. No es difícil constatar que éste es el paradigma que funcionaba ya en los fundadores y los representantes mayores del pragmatismo norteamericano a los que Rorty se remite (James y Dewey sobre todo), como tampoco es difícil encontrar en el propio Rorty textos en los que literalmente refiere la “democracia”, por ejemplo, como “infinita conversación”, a la idea romántica del yo que se crea a sí mismo a partir de sus propias contingencias, esto es, a partir de la nada.

 

Pero no es este extremo el que ahora me interesaba remarcar de su pensamiento, sino sencillamente la idea de que la descomposición del sujeto inmediato a sí mismo en las mediaciones incluidas en el lenguaje con el que éste “se dice”, acaban desembocando en la idea de un “suprasujeto descompuesto” o, como yo prefiero denominarlo, en la de la “intersubjetividad desenfatizada y desencadenada”. Para un Habermas o, sobre todo, un Apel, la mediación lingüística de la autoconciencia del yo todavía incorpora elementos de cuya validez lógica universal no puede dudarse: el fundamento no lo constituye el sujeto “monológico”, perfectamente inmediato a sí mismo, de los siglos XVII-XIX, sino la razón dialógica de la “comunidad ideal de comunicación”; pero ésta es capaz de cumplir tal función porque halla en sí, por ejemplo, las condiciones universales (y, por tanto, intersubjetivas en un sentido relativamente fuerte) de tipo lógico o moral que todo individuo que hable y argumente a través del lenguaje da por ello mismo por supuestas con independencia de lo que su “libre albedrío” pudiera querer. Esto es, justamente, lo que la radical disolución rortyana niega y, con ello, pone de manifiesto –de forma invertida o negada– precisamente lo más esencial que toda posición “tradicional”, incluso las más modernas en cuanto a la fecha (en este aspecto, hasta Apel es un clásico “tradicionalista”), siempre han supuesto: que hay algo que nos es “dado” (en el “ser”, en el “conocer” o en el “hablar”), algo que nos precede y en lo que nos sumimos al filosofar; algo con respecto a lo cual nuestro pensar y nuestro decir siempre son “segundos” y a lo que debemos, por consiguiente, una cierta “obediencia”.

 

La “crítica” lingüístico-epistemológico-metafísica de Rorty a veces parece dirigirse exclusivamente a (o contra) la filosofía desarrollada entre Descartes y nosotros (y de aquí las posibles complicidades con MacIntyre, Taylor u otros); a veces, en cambio, parece generalizarse a toda la tradición del pensamiento occidental, asumiendo abiertamente (y como es usual) la forma de un “antiplatonismo” extensible a la entera historia de la filosofía. En otros términos: el “movimiento de pragmatización” de la filosofía del lenguaje, cuya detección sirve a Rorty de entrada para re-asumir y re-interpretar el giro lingüístico contemporáneo, se convierte al fin y al cabo en una crítica radical del “proyecto trascendental” (kantiano) que aún latiría en las formas iniciales del pensamiento lingüísticamente orientado y, con ella, acaba transformándose en una crítica general de la continuidad existente en toda la historia del pensamiento occidental como “proyecto de fundamentación”, poniendo así paradójicamente de manifiesto lo que de común tenían todos los intentos por constituir el pensar en la forma de una “filosofía primera”: justamente, que el pensar es siempre “segundo” con respecto a una realidad previa a la que, en cuanto pensar, debe “co-responder”. Lo específico de Rorty es que, llevando hasta algunas de sus últimas consecuencias una cierta interpretación de lo que el giro lingüístico ha significado y de lo que, con él, han significado muchos de los desarrollos filosóficos de la segunda mitad del siglo XX, consigue determinar con una transparencia asombrosa esta “forma pura” de la historia de la filosofía occidental en todas sus etapas: la “obediencia”.

 

Existe la posibilidad, por tanto, y cuando se llega a claridades últimas con respecto a los propios presupuestos, de ver a través de ellos, y aunque sea en la forma de un “negativo” fotográfico, de ver lo que era realmente decisivo en otra época, y a percibir así de mejor manera lo más sustantivo de un pensador de otro tiempo y lo que de “novedosa” tiene su propuesta “antigua” con respecto a nuestras actuales circunstancias. Rorty expresa, indudablemente, una de las formas más extremas que puede tomar la oclusión de la tradición; en la medida sin embargo en que esta oclusión se centra realmente (con conciencia o sin ella), y sobre todo, en la oclusión de lo moderno que impedía realimentarse de la tradición, poniendo de manifiesto –por ejemplo– lo que de tradicional había en la negación moderna de la tradición, la cerrazón se transfigura en posibilidad de reapertura; esto es, en una forma superior de lucidez y en “liberación” de “formas puras” de la tradición. Es evidente la existencia del peligro concomitante de una disolución extrema. El propio Rorty la encarna en la forma superlativamente “contingente” en que asume la historicidad del pensamiento y el conjunto de la tradición occidental. Su “crítica”, sin embargo –o sea, la “crítica” de su “crítica” a la “crítica” moderna–, es ahora lo que menos nos interesa, pues hemos obtenido ya de ella lo que deseábamos: la prueba de que la reflexión crítica inmanente puede ser uno de los “modos de exposición” de la verdad filosófica más ajustados a determinadas circunstancias, permitiendo de alguna manera la transparencia de determinados motivos o acordes fundamentales de la tradición. Pasemos en nuestro último apartado, y por fin, a la cuestión de la “ley” y de la “secularización”.

 

 

IV.

 

            No se trata, en lo que sigue, más que de proporcionarle al lector una concreta ejemplificación de la cuestión hasta aquí tratada. No por casualidad, ésta no puede ser otra que la que aparecía ya en el título de esta ponencia, reflejando indirectamente el tema del presente Congreso. Vayamos a ello.

 

            Rorty está convencido de que su crítica a la tradición analítica, que no consistiría más que en “detectar” el movimiento de pragmatización que la presidía, tiene inevitablemente como resultado el cumplimiento del objetivo desde siempre anhelado por la filosofía: un pensamiento “autónomo”. Y que este resultado se alcanza “contingentemente” sólo en esta tradición y contra muchas de las expectativas que en ella misma lo acompañaban como esperanza. Contra muchas de las expectativas que había asumido, incluso, en el período más heroico y conscientemente emancipador de esa historia: la modernidad y la Ilustración. Que lo alcanza, precisamente, en la misma exacta medida en que abandona toda pretensión de constituirse en la forma de una “filosofía primera” capaz de alcanzar un “fundamento” y en la misma exacta medida, por tanto, en que deja de lado toda noción de un “algo” exterior a la autoridad del consenso interhumano contingente sobre sí mismo; o sea, toda noción de un “algo” cuya autoridad sea de algún modo independiente de los colectivos en los que hipotéticamente impere. Que lo alcanza, en fin, erigiéndose a sí misma como cultura consciente y queridamente “post-filosófica”:

 

«Por cultura post-filosófica quiero decir una cultura que no tiene un sustituto de Dios. Pensemos en una cultura filosófica (secular) sucesora de una cultura religiosa, tal y como la Ilustración se concibió a sí misma. Esta cultura todavía tenía nociones como Naturaleza, Razón, Naturaleza humana y demás, que eran puntos de referencia fuera de la historia, y en referencia a los cuales la historia iba a ser juzgada.»[8]

 

            La descomposición de la mediación subjetiva (de las “condiciones de posibilidad subjetivas”) en las innumerables mediaciones colectivas (“precondiciones” sociales, políticas, etc. y los “consensos” correspondientes) que cristalizan en el lenguaje, nos deja atrapados en la tupida red de nuestros acuerdos y despoja de todo sentido a aquellas mismas preguntas que interrogaban por lo que pudiera haber “fuera” de ellos. Por ello mismo, sin embargo, ese “quedar atrapados” es, en realidad, un tomar conciencia de que nos creamos a nosotros mismos, y que la “muerte de Dios”, con todo lo que de “secularización” de la vida comportaba, aún permanecería incompleta si siguiéramos aceptando la existencia de otras instancias “exteriores” a la de la dinámica presuntamente “democrática” de nuestros discursos[9]. Sólo con la desaparición de tales elementos (la Razón, la Naturaleza, la Naturaleza-del-Hombre, la Realidad-en-sí-misma, etc.) culmina la secularización iniciada por nuestros ancestros ilustrados. Que éstos, aún representantes de una “cultura filosófica” no perfectamente secular, se hubieran echado las manos a la cabeza a la vista de tales conclusiones, no quita ni una tilde a la seguridad con la que cabe extraerlas de sus premisas. En la guerra todo está permitido: si para liquidar a Dios y erigir a nuestras libres comunidades occidentales en el paradigma de toda autocreación “ex nihilo” fue necesario pasar por la etapa transitoria de tales deidades menores, pues que bienvenidas sean; nosotros tenemos la clave para reinterpretarlas como es debido. Es difícil decirlo con más claridad que en la primera frase de uno de los últimos libros de Rorty:

 

«Las lecciones de este libro intentan ofrecer un vislumbre de cómo sería la filosofía si nuestra cultura estuviera completamente secularizada, si desapareciese del todo la obediencia a una autoridad no humana.»[10]

 

            La filosofía, “si nuestra cultura estuviera completamente secularizada”, esto es, si desapareciese del todo la noción de una autoridad debida a cualquier instancia “no humana”, presentaría indudablemente el aspecto de una no-filosofía o de una cultura post-filosófica para la que la democracia y la política son prioritarias con respecto a la filosofía[11]. Que esto no represente más que el cumplimiento y/o la realización de los proyectos filosóficos más descabellados –aquellos que los pensadores antiguos o medievales nunca se atrevieron a pensar que la filosofía pudiera plasmar en la realidad política–; que la prioridad absoluta de la política sobre la filosofía no sea más que un proyecto filosófico perfectamente (y recientemente) datable, no supone para Rorty objeción de peso alguna: su propia lucidez le impide verla. Pero prescindamos de ello y vayamos al concepto político-moral de “ley”, que es lo que ahora y aquí más nos interesa. ¿Qué puede ser una ley para Rorty? No recuerdo pasaje ninguno de su obra en que se dé respuesta a esta pregunta, pero sí el siguiente, en el que se alude claramente a la cuestión:

 

«…el progreso moral no es tanto una cuestión de desarrollar una mayor obediencia a la ley, cuanto una cuestión de desarrollar una simpatía cada vez más amplia.»[12]

 

            Evidentemente, en el contexto en el que se mueve su pensamiento, para Rorty una ley nunca podrá ser algo a lo que debamos “obediencia” alguna en el sentido literal del término. La “obediencia” debida a una ley sólo podrá ser la misma obediencia que nos otorgamos a nosotros mismos, sus creadores. Ni la obediencia debida a la Naturaleza, ni a la Realidad, ni a la Moral, ni a nada que se le parezca y que pueda sugerir siquiera la idea de que exista algo fuera de nuestros propios acuerdos y de nuestras propias convenciones. Que, en este caso, el uso mismo del término “obediencia” resulte dudoso o, como mínimo, necesitado de las mayores precisiones, es algo que viene inmediatamente sugerido por el uso del término “simpatía”: el “progreso moral” nunca podrá ser medido con la vara de una supuesta “pasividad” de los sujetos humanos con respecto a algo que resulte exterior a ellos y a sus acuerdos, sino sólo, precisamente, por la capacidad “activa” que éstos demuestren tener de constituir comunidades en las que quepan cada vez mayores discrepancias sin que aquellos se rompan; esto es, por la capacidad de ser “simpáticos” y de “com-padecer” (“co-sentir”, “con-sentir) a o con los demás. Que este ideal (tan añejamente filosófico, por otra parte) suponga en la práctica, caso que quisiera ser traducido en hechos, la mayor de las uniformizaciones habidas en la historia de la humanidad y, en cuanto persistieran los “disidentes” (esto es, los “antipáticos”), la mayor de las presiones directas o indirectas para su eliminación, es un dato elemental que ahora podemos dejar a un lado. Sólo nos interesa, y con esto ya acabaremos, volver a aquello de las “formas puras” de la tradición que la disolución extrema de ésta puede “liberar”, aunque sea en forma invertida o negativa. Volvemos, para ello, al libro de Krüger sobre Platón, ya citado y usado más arriba.

 

            En efecto, uno de los temas centrales de la mencionada obra del estudioso alemán es que todo el contenido de la obra platónica se juega en lo que él denomina “la lucha por el sentido de la pasión”. ¿Qué quiere decir con ello? Según Krüger, no puede entenderse la esencia del Eros platónico, la esencia de esta potencia mítica en torno a la que se cifra una de las definiciones de la “filosofía” que da el ateniense, si no se entiende a la vez que es precisamente ella misma, esta potencia mítica –y por más extraña que la cosa pueda sonar a nuestros oídos–, la que ha de conducirnos y nos conduce a la razón, e incluso a la razón “autónoma”. En la primera parte de su libro, justamente, Krüger se enfrenta decididamente a esta extrañeza, y lo hace luchando simultáneamente o sucesivamente, según los momentos, en tres frentes: en primer lugar (caps. 1 y 2), contrapone enérgicamente el concepto platónico de la filosofía al concepto moderno de la misma; en segundo lugar (caps. 3, 4 y 5), contrapone simultáneamente el concepto platónico de la filosofía al mito –homérico, olímpico– tradicional y al racionalismo sofista, volviendo en los momentos más decisivos a la oposición con el iluminismo o racionalismo de la modernidad.

 

Krüger empieza, concretamente, con una constatación fáctica: el discurso mítico sobre el Eros que Platón expone en el Banquete no es una alegoría, ni una simple expresión “simbólica” del anhelo de saber, ni del amor como un comportamiento “simplemente humano”. Platón no parece conocer una “simple humanidad” en nuestro sentido irreligioso e inmanente, puramente “horizontal”. Esta es la razón fundamental que explicaría nuestras “extrañezas” y nuestras dificultades para captar el concepto platónico de la filosofía. La podemos desdoblar del siguiente modo: a) en este concepto platónico de la filosofía hay subyacente una forma de plantear y de afrontar el problema general de la relación entre filosofía y religión –mito– que parece haberse convertido para nosotros en algo prácticamente ininteligible; b) y en esta forma de plantear y de afrontar el problema general de la relación entre filosofía y religión late una autocomprensión del ser humano, una manera de entender lo que cabría considerar como “la verdadera y más propia posibilidad humana”, que aún parece habérsenos hecho más ajena que la anterior. En efecto, para la modernidad (al menos en algunos de sus extremos), la “verdadera y más propia posibilidad humana”, la posibilidad decisiva del hombre tanto para el vivir como para el comprender, consiste en la absoluta independencia. Toda clase de vinculación sustancial es rechazada como una lesión de la dignidad humana –y, en este sentido, libertad intelectual y ser religiosamente vinculado se excluyen. La Ilustración, de acuerdo con el dictum kantiano, es la salida de la humanidad de su culpable minoría de edad, y la filosofía, el reino de un pensamiento soberano en su independencia. Parece, pues, que allí donde no desesperara de sí misma, la filosofía debería ponerse en el lugar de la religión, y que allí donde no identificara a Dios consigo misma (Hegel), al menos no debería tolerar a ningún dios por encima de sí misma. Y sólo en este horizonte y dentro de estos límites podría reclamar la religión alguna prerrogativa, como ocurre en el kantiano La religión dentro de los límites de la simple razón. Platón, en cambio, parece ver las coses de manera bastante diferente: como se dice en el Fedro (244 A), la “locura” no es necesariamente mala, pues pueden darse locuras propiamente divinas; el encantamiento del yo bajo el peso de esta locura puede no significar un daño para el hombre, sino una forma de entusiasmo hacia sus bienes máximos, que de otra manera le resultarían inaccesibles. Para esta concepción, evidentemente, la “verdadera y más propia posibilidad del hombre”, la más rica y completa, no radica en modo alguno en la soberana autonomía del yo o de la razón, sino en el reconocimiento de que toda espontaneidad, en el hombre, siempre es “segunda”; esto es, en el reconocimiento de la propia limitación, de la propia indigencia y de la propia dependencia del ser humano[13]. Privados de la verdadera espontaneidad, que sólo es una posesión divina, los hombres debemos buscar fuera de nosotros la verdadera paternidad. “Pasión”, en el libro de Krüger, y refiriéndose ante todo a Platón –pero a través de él, a la mayor parte de la tradición filosófica occidental–, significa simplemente asumir con plena lucidez que no somos nuestros propios padres, que la espontaneidad del espíritu humano es de segundo orden: una imperfecta forma secundaria (esencialmente re-productiva) de la divina[14].

 

Es así que, adoptando conscientemente la forma del mito (con el Eros del Banquete y con los viajes celestes de las almas siguiendo a los dioses en el Fedro) e introduciéndola en su propia definición de la filosofía, Platón no está haciendo otra cosa que adoptar con plena conciencia el único modo de consideración posible para el hombre. El mito es el único modo de conocimiento al alcance del hombre porque éste es un ser insuficiente, vinculado y limitado hasta en su posibilidad más propia. El mito del alma en el Fedro, como el del Eros en el Banquete, contienen en sí mismos la justificación de su forma: el alma se sabe aquí dependiente del mito porque sabe que no es señora de sí misma.

 

Y hasta aquí la contraposición entre el “mítico” concepto platónico de la filosofía y sus correlatos modernos. Resumimos: Platón puede y debe hablar a través del mito (Eros) porque concuerda con la religión de su tiempo (y de todos los tiempos) sobre el hecho de la dependencia esencial del hombre.

 

Ahora bien: Platón, a diferencia de la antigua mitología, es expresamente consciente de esta dependencia y del lenguaje mítico, con lo cual resulta que es igualmente legítimo afirmar que Platón no está simplemente dentro del mito, sino que defiende su significado contra el ya sobrevenido intelectualismo racionalista. Y aquí reencontramos los otros dos frentes en los que antes decíamos que Platón lleva a término su lucha: la mitología –homérica, olímpica– tradicional y el racionalismo sofista. No podemos ahora entrar en todos los detalles que exigiría una exposición completa de las ideas de Krüger al respecto y de todas sus sugerencias. Nos limitamos a las cosas más fundamentales.

 

El mismo mito platónico (Eros, y no Afrodita, por ejemplo) hace comprensible de qué manera Platón aprueba la crítica del mito. Su elogio de Eros celebra la liberación de los antiguos dioses. Esto une a Platón a todos aquellos que descubren en sí mismos la fuerza de la reflexión como su propia fuerza esencial, sin llegar, no obstante, a hipostasiar esta fuerza en la forma de una independencia integral. La simple alternativa, aparentemente elemental –hoy “va de soi” hasta tal punto que incluso los presentadores de noticiarios televisivos parecen darla por supuesta–, entre, por un lado, el “olvido mítico de sí mismo” (la disolución de la conciencia y de la racionalidad en la dependencia del hombre con respecto a las fuerzas cósmicas hasta aquel punto en el que se hace imposible la conciencia crítica propiamente dicha) y, por el otro, la pura autarquía de la razón (sea en versión antigua –los sofistas entre otros–, sea en versión moderna[15]), se sitúa ya en el horizonte del “hombre libre”, que cree que todas las dependencias realmente existentes (nadie se atreve a negar la indigencia, la finitud y las limitaciones del hombre; el problema es el grado de “profundidad” que se les atribuya) son meramente externas al “en sí” del hombre y afectan únicamente a la materia de su comportamiento, y no a su esencia; del hombre, por tanto, que no sólo cree ser señor de sí mismo, sino incluso señor de su propio señorío y de sus fines. Desde aquí, evidentemente, es imposible entender a Platón y su concepto de la filosofía, incluida su lucha contra el mito antiguo[16].

 

La lucha de Platón contra el mito homérico tradicional –contra los “poetas”– y, a la vez, su lucha contra la autoafirmación de la soberanía de la razón y del yo, sólo resulta plenamente inteligible –y, con ella, el concepto platónico de la filosofía– en aquello y como aquello que Krüger denomina (lo señalábamos más arriba) la “lucha por el sentido de la pasión”. Platón, según Gerhard Krüger, afirma claramente la pasión como un ser-raptado por una potencia superior; pero en cuanto consciente de esto y liberado de la absoluta sumisión a los poderes cósmicos, la niega como fuente del olvido de sí mismo. Platón, pues, se sitúa en un lugar enteramente extraño a aquella alternativa que hoy va de suyo. Platón no lucha simplemente a favor de la pasión y contra la autarquía de la razón, como su crítica del mito no significa afirmar la independencia absoluta del alma respecto a toda potencia divina y contra toda pasión-pasividad. Platón combate, contra la falsa pasión mítica –mera pasividad “sensible”; mera imitación que, en cuanto falsa, es pura “producción”, mera “invención”, mero abandono a la receptividad sensible que lleva al olvido de sí mismo: a “dormir”– y contra el perfecto señorío de la razón –incapaz de comprender que la poesía y el mito no tienen únicamente un valor estético-artístico, sino también religioso, moral y cognoscitivo–, a favor de la verdadera pasión –Eros–; esto es, a favor del entusiasmo y el ser-raptado/poseído que no aturde la reflexión sobre sí, sino que la despierta sin desarraigarla, en definitiva, de toda pasividad –de toda “obediencia”. La platónica “lucha por el sentido de la pasión”, de la que aquí acabamos de dar cuenta a partir del libro de Gerhard Krüger, no es otra cosa, en fin, que el original positivo de aquella “forma pura” de la tradición a la que más arriba nos hemos referido en cuanto plenamente manifiesta –aunque fuera negativamente– en la obra de Richard Rorty. Lo que todo cuanto hemos dicho en las últimas páginas tenga que ver con el problema de la “ley” en autores concretos deberá ser dejado, en sus detalles, para otra ocasión; pero creo que la esencial contraposición existente entre una noción de la misma que sólo viera en ella un mero acuerdo convencional para cuyo progreso bastan la mera persuasión y la simple seducción “sim-pática” y otra que considera consustancial a su concepto el trabajo de una auténtica “pasión” (natural y, si alcanza, sobrenatural) y de una verdadera “obediencia”, salta a la vista. Frente a la “sim-patía” unilateralmente activa de la libre intersubjetividad desatada, que sobrevuela lo que hay afirmando que sólo surge –lo que hay– en y de su propio discursear –en y de su propia omnimediación– autosuficiente, la pasión arrebatada (amor y asombro) en y por lo que la precede y en cuanto la precede; la pasión, pues, no como mero “sentimiento” o “representación subjetiva”, sino como objetivo someterse y dejarse arrastrar por la ley de cuanto en y desde el ser, en y desde el pensar, en y desde el decir, se nos impone pre-potentemente y nos llama a la obediencia. La mera asimilación del segundo término de esta alternativa al puro “tradicionalismo” que renuncia al pensamiento, sólo puede ser producto de la mala fe o de la estupidez. Todo lo dicho sobre Platón a partir de Krüger lo demuestra hasta la saciedad. Que la posición de Sócrates –y luego de Platón– en relación al conservadurismo ateniense pueda ser interpretada por el racionalismo más o menos elemental de todos los tiempos como una forma de autoentrega es algo que, por otra parte, el destino personal de maestro y discípulo refuta concluyentemente[17], y que debería servirnos a todos, por el contrario, como símbolo inequívoco de lo que suele esperar a quien se atreve a poner el más mínimo signo de interrogación junto a las evidencias o los consensos generalizados, sean del color que sean.

*

Acabo. Si la filosofía es y sigue siendo, contra Rorty y como quería Platón, un esfuerzo amoroso por hacerse con la verdad inteligible, entonces todo no es sino un largo comentario que obedece más o menos fielmente a lo que hay. Todos comentamos lo real, y sólo ocurre que unos comentarios se añaden a los otros, y que a los diálogos de los comentarios con lo real se van uniendo los que inician los comentarios entre sí a la vez sobre lo real y sobre ellos mismos. Lo real sigue siendo la medida y la ley de todos los comentarios, a la vez por sí mismo y a través de otros comentarios que nos miden desde el pasado. Esta sería, en cualquier caso, la figura que la filosofía adopta siempre que, naturalmente, la cultura no haya llegado a quedar completamente secularizada.

 

septiembre de 2005


 


[1] Friedrich Hölderlin, Carta a Böhlendorf del 4 de diciembre de 1801, en Ensayos, Madrid, Libros Hiperión (Peralta Ediciones y Editorial Ayuso), 1976, p. 126.

[2] Gerhard Krüger, Einsicht und Leidenschaft. Das Wesen des platonischen Denkens (1939), Frankfurt a. M.: V. Klostermann, 19926 (trad. ita.: Ragione e Passione. L’essenza del pensiero platonico, Milano: Vita e Pensiero, 19962). El autor, condiscípulo con Gadamer y otros de Heidegger, Natorp, etc., resulta hoy poco conocido, aunque sus monografías suelen aparecer en las bibliografías especializadas dedicadas a los autores por él estudiados (sobre todo, Kant y Platón). Con las indicaciones que daremos en esta ponencia creo que mostraremos suficientemente lo injusto de tal relegación a un segundo plano.

[3] Algunas de ellas: la filosofía es un servicio a Apolo (Apolog. 20 D y ss.), un morir y estar muerto (Fedón 64 A), un amor (eros) apasionado del hombre que va de los cuerpos bellos hasta lo Bello en sí (Banquete, 203 D, 204 B, 210 A y ss.), el único camino para la salvación del Estado, cuya esencia es la dialéctica (República, 473 D-E, 521 C, 531 D y ss.), una fuga del mundo del mal y una asimilación a Dios (Teeteto, 176 A y ss.), algo que no se puede aprender, sino que es objeto de una iluminación (Carta VII, 341 B y SS.).

[4] Ver, por ejemplo: Kart-Otto Apel, Transformation der Philosophie, 2 vols., Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1973 (hay trad. española en Taurus Ediciones). Mi punto de referencia más inmediato es, sin embargo, Alejandro Llano, Metafísica y lenguaje, Pamplona, EUNSA, 1984 (traducción inglesa: Metaphysics and Language, Hildesheim, Georg Olms Verlag, 2005.).

[5] Gerhard Krüger, Philosophie und Moral in der kantischen Kritik (1931), Tübingen, J. C.B. Mohr (Paul Siebeck), 19672.

[6] Massimo Cacciari, Dell’Inizio, Milano, Adelphi, 1990, 20012, pp. 27-28.

[7] Richard Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, Madrid, Cátedra, 2001 (1ª edición original en inglés de 1979).

[8] Richard Rorty, Cuidar la libertad, Madrid, Trotta, 2005, pp. 44-45.

[9] No digo de lo del “presuntamente” de forma “alevosa”: el propio Rorty reconoce por activa y por pasiva que él no tiene ni puede tener (que nadie, por ende, tiene ni puede tener) criterios “objetivos” con los que discernir el nivel de “aceptabilidad” o el carácter “democrático” que puedan tener los diversos discursos posibles. Sólo faltaría esto, pues aceptar la existencia de tales criterios supondría inmediatamente la existencia de algún tipo de “medida exterior” a la que los “consensos” deberían “obediencia”.

[10] Richard Rorty, El pragmatismo, una versión. Antiautoritarismo en epistemología y ética, Barcelona, Ariel, 2000, p. 7.

[11] Ver de Richard Rorty, La prioridad de la democracia sobre la filosofía, en el volumen Objetividad, relativismo y verdad. Escritos filosóficos 1, Barcelona, Paidós, 1996, pp. 239-266.

[12] El pragmatismo..., p. 18.

[13] El reciente libro de Alasdair MacIntyre, Animales racionales y dependientes, Barcelona, Paidós, 2001 (1ª edición en inglés 1999) no va en una línea muy diferente de muchas de las cosas que llevamos dichas en estos últimos parágrafos y de las que hemos de decir de aquí al final.

[14] Pasión primera, en este sentido, lo son “Eros” (el amor) y “thaumátsein” (el asombro), que ya Platón ponía en el origen de toda filosofía. No puede resultar sorprendente que Rorty considere fundamental a su tarea el hacer imposible, justamente, el asombro filosófico.

[15] Con respecto a la diferencia de intensidades de esos dos racionalismos y de la respectiva posición de independencia, Krüger hace algunas indicaciones de interés sobre todo a lo largo de su extenso comentario del Banquete (segunda parte de su obra ya citada).

[16] No hace falta añadir que, desde ahí, resulta igualmente imposible entender la mayor parte de lo que ha sido el pensamiento antiguo y medieval, e incluso a muchos de los modernos en ciertos de sus lugares más ocultos y fundamentales.

[17] Ver sobre el tema: Vladimir Soloviev, Le drame de la vie de Platon, en el vol. Le sens de l’amour. Essais de philosophie esthétique, Paris, O.E.I.L., 1985, pp. 101-170.