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Ley, obediencia, secularización
Carlos Llinás Puente
Facultad de Filosofía de la Universidad Ramon Llull
I.
En la medida en que sea cierto que
la filosofía quiere ser un camino hacia la verdad, un esfuerzo
(“amoroso”) por captarla con la inteligencia de forma
comprensible para los hombres, seguramente no es del todo
absurdo suponer que deben poder distinguirse diversos modos en
que la verdad así alcanzada es susceptible de ser expuesta
“discursivamente” por el filósofo que la investiga, sea cual sea
su objeto concreto y su grado de certeza subjetiva. Frente a
otras posibles opciones, en esta ponencia se ensayará una “vía
indirecta” hacia el tema “libertad y ley” que consistirá,
básicamente, en tratar de poner de relieve determinados
“armónicos” de la tradición a partir, sobre todo, de la
contundente negación de los mismos que es posible encontrar en
uno de los autores actuales de mayor éxito: Richard Rorty. Es
nuestra convicción que, cuando la oclusión de los elementos
tradicionales llega a ciertos extremos, uno de los posibles
caminos para su recuperación pasa, precisamente, por comprobar
“empíricamente” la distancia que nos separa de ellos. «El
libre uso de lo propio es lo más difícil»,
y a nadie puede resultarle extraordinario que sólo a través de
un rodeo por lo extraño sea posible, muy a menudo, alcanzarlo.
II.
En un libro extraordinario publicado
por primera vez en el año 1939,
Gerhard Krüger se planteaba en sus páginas iniciales el problema
de la accesibilidad actual de los autores antiguos, pensando
concretamente en el caso de Platón. ¿Cómo sintetizar, por
ejemplo, todas las definiciones de la filosofía que es posible
localizar y extraer de los diálogos platónicos, viendo en ellas
una cierta unidad? Estas definiciones
pueden quizás, y en el mejor de los casos, entenderse por
separado; podemos incluso prescindir de ciertas aclaraciones que
serían necesarias y de preguntarnos demasiado imperiosamente si
y cómo aquellas definiciones resultan conciliables. Sin embargo,
y pese a todas las licencias que pueda permitirse, el lector
actual se encuentra y se encontrará permanentemente enfrentado a
la evidencia de que incluso los elementos para él más
comprensibles aparecen en Platón siempre unidos a otros que
parecen hoy ininteligibles: sobre todo, un cierto elemento
“místico” y la conexión de la idea de la filosofía con una
cierta “conducta de vida” extraña al hombre de nuestros días.
Permanece oculto para nosotros de qué manera puedan comprenderse
aquellas definiciones de Platón como una unidad y, en
particular, como una filosofía. La alternativa más
inmediata a la que entonces parece que el lector actual se ve
condenado es: o bien aceptar que no se puede entender nada, o
bien considerar los términos platónicos como una expresión
todavía imperfecta de aquello que sólo puede ser llevado a la
luz a través de nuestros conceptos modernos. Krüger, sin
embargo, afirma la existencia de una tercera posibilidad:
apartar nuestros conceptos, ponerle preguntas al texto y ponerse
así a la escucha de Platón tratando de filosofar con él, sobre
todo allí donde la cosa suena más insólita –por ejemplo, en la
determinación de la filosofía a través de la sorprendente figura
mítica de Eros (de aquí saldrá toda la segunda parte del libro
de Krüger, que no es otra cosa que un comentario del Banquete
platónico).
¿Resulta viable esta tercera
posibilidad? ¿No comporta el “historicismo” de nuestra época que
debamos considerarla cuando menos improbable? Aquí es donde
interviene la cuestión más decisiva: Krüger es, él mismo, un
“hombre de nuestros días”, inmerso en las cuestiones del
pensamiento de su tiempo y perfectamente consciente (forma parte
de esas cuestiones) de los condicionamientos históricos de toda
indagación intelectual; sin embargo, no considera que tal hecho
deba llevar necesariamente a la conclusión de que “no cabe
entender nada”:
«Los filósofos de la Antigüedad no siempre
resultan accesibles, aunque siempre se haya tenido noticia de
ellos. Puesto que el conocimiento de estos filósofos es empírico
–un encuentro en el tiempo que depende del favor de las
circunstancias espirituales–, la diversidad de los aspectos que
se manifiesta en la historia de la investigación no debería
llevarnos a engaño como si se tratara de una cosa inevitable.
Los objetos de la historia del espíritu son demasiado grandes
para ser siempre cercanos a la investigación. Como algunas
estrellas del cielo que sólo raramente, en posición favorable,
pueden ser estudiadas desde el punto de observación terrestre –y
esto aunque siempre estén ahí, e incluso quizá siempre
visibles–, así los grandes filósofos sólo resultan
verdaderamente accesibles en circunstancias históricas
particulares, quizá únicas, del pensamiento. El conocimiento de
la verdad histórica tiene él mismo un destino histórico. Lejos
de justificar con esto un escepticismo relativista, este destino
debería inducirnos a considerar siempre nuestra posición
hermenéutica y a utilizar los conceptos que llevamos con
nosotros de forma problemática, crítica.»
Que “el conocimiento de la verdad
histórica tenga él mismo un destino histórico” no comporta por
fuerza que debamos resignarnos a la imposibilidad de comprender
autores y tiempos que no parten de nuestros mismos prejuicios,
sumiéndonos así en el relativismo o en el escepticismo más
completos. Lo que comporta es, más bien, que alcanzamos una
conciencia más perfecta de la limitación que suponía creer que
era posible aquella olímpica ausencia de prejuicios que el
hombre moderno estaba convencido de poseer en exclusiva, de la
cual se seguía que todo lo pasado era incompleto y sólo podía
llegar a ser comprendido (mejor de lo que lo había sido por sus
propios creadores) como parte y proceso imperfecto hacia la
plena conceptualización sólo hoy posible. En otros términos:
nuestro “historicismo” (como nuestro “existencialismo”, o el
“situacionismo” de nuestra “filosofía de la vida” –o, más cerca
aún de este inicio del siglo XXI, nuestro “deconstruccionismo”,
nuestros múltiples “nietzscheanismos”, etc.) es evidente que,
por un lado, incrementan la distancia interior que nos separa de
un autor de un tiempo que nos es muy ajeno y, en este sentido,
dificultan la comprensión de pensadores como Platón o Santo
Tomás de Aquino... Pero es igualmente evidente que, por otra
parte, admitiendo y generalizando la hipótesis de que toda
época posee sus prejuicios, tales corrientes han interrumpido –o
permiten que se interrumpan– muchas de las malas
interpretaciones de los autores antiguos que los prejuicios
modernos, inconscientes, favorecían: por ejemplo, la tentación
de pensar a los filósofos anteriores al siglo XV en el sentido
de la idea moderna de “sistema”. Sabiendo que existen, vemos
a través de todos nuestros prejuicios: no sin ellos, mas,
con ellos, sabiendo de ellos, podemos ver algo de lo que
en otros tiempos resultó esencial sin caer ni en la ilusión de
que comprendemos a los autores mejor de lo que ellos se
entendían ni en la ilusión inversa de que no podemos comprender
cosa alguna. El momento de autocrítica del yo autosuficiente y
soberano contenido en las corrientes filosóficas de las primeras
décadas del siglo XX, que no ha hecho más que acentuarse en la
filosofía posterior a la Segunda Guerra Mundial, con su
tendencia a disolver enteramente el sujeto moderno en sus
precondiciones históricas, vitales, sociales, “irracionales”,
etc., y con el evidente peligro concomitante de sumirse
definitivamente en la nada de la mera explicación accidental,
ofrece a la vez, no obstante, la ocasión para una autocrítica
metodológica (y no sólo metodológica) radical que reabra el
horizonte de una comprensión realmente histórica del pensamiento
de los antiguos, llevándonos de nuevo desde el “yo solarmente
autoconsciente” de la Ilustración al “no saber” socrático, que
“sabe” que el sujeto humano concreto que piensa filosóficamente
siempre es alguien finito, limitado, sostenido siempre por algo
“preconsciente”. Lo expreso en los términos de la metáfora
“astronómica” contenida en el texto de Krüger citado: aun cuando
siempre presentes en el cielo estrellado de la historia del
pensamiento occidental, es muy probable que los grandes
pensadores de nuestra tradición sólo resulten accesibles en
circunstancias históricas muy particulares, quizá únicas, como
las que ofrecen, precisamente, las corrientes dominantes en
nuestra época: disolviéndolo todo, disuelven a la vez –o nos
permiten ver a través de ellos– los prejuicios que
impedían una primera aproximación auténticamente histórica a lo
que de más esencial tal vez nos decían.
Esta es la razón fundamental por la
que asumo la “vía indirecta” a la que al principio he aludido: a
través de un autor (Richard Rorty) de nuestro tiempo, pensando
con él y arriesgándonos así en lo que de más disolvente
contenga, podemos quizá llegar a entrever, aun cuando sea en una
cierta perspectiva invertida, algunos de los motivos más
centrales de la tradición de los que él mismo supone la radical
negación; tan radical, sin embargo, y precisamente, que niega a
la vez los motivos que, en tiempos más recientes, obstruían la
captación de lo que los autores “premodernos” de más
innegociable suponían. Insisto en que esto es sólo una
posibilidad, que existe el peligro concomitante de
abandonarse a la dinámica de la mera desintegración y que, en
cualquier caso, los temas de fondo tradicionales (los que hay
bajo el término “ley”, por ejemplo) es muy probable que sólo
comparezcan por este camino de forma muy general y, normalmente,
negados (o invertidos). Pero creo que la tarea merece la pena y
que el resultado puede ser realmente fructífero. Paso, entonces,
a Rorty, y a la autointerpretación que este mismo autor hace de
su pensamiento en el contexto de la evolución histórica de la
filosofía durante los últimos siglos.
III.
Ha hecho una cierta fortuna la tesis
(y Rorty, en términos generales, la comparte) de que la
filosofía del lenguaje contemporánea habría venido a ser una
“transformación” de la moderna filosofía trascendental del
sujeto (sobre todo en la versión kantiana de ésta), y que la
moderna filosofía trascendental del sujeto, a su vez, no sería
otra cosa que la correspondiente “transformación” de la
metafísica más tradicional (en la versión que se prefiera,
aunque, sobre todo, en la de la escolástica de cuño tomista).
Tal tesis suele suponer, naturalmente, que entre los tres tipos
de filosofía existe una cierta continuidad y, a la vez, la
discontinuidad que más propiamente justifica el uso del término
“transformación”. La continuidad se encontraría en el hecho de
que estas tres clases de “filosofía”, todas ellas, pretenden
constituirse en la forma de una “filosofía primera” capaz de
acceder a lo en sí principial; esto es, las tres clases de
filosofía se moverían básicamente por el impulso hacia un “algo”
primero que debería jugar el papel del “fundamento” en el que
todo lo demás se asienta y a partir del cual todo lo demás puede
ser de algún modo conocido. La discontinuidad se cifraría,
evidentemente, en la determinación de cuál es en cada caso aquel
“algo” que funge como fundamento y, con ello, en la de todo
cuanto de tal diferencia se siga. Simplificando: la metafísica
tradicional empezaría por el “ser” como lo primero conocido de
la realidad en cuanto tal, y por el ser como “acto”; su punto de
partida sería la “cosa”, el “objeto”, y lo que en ella rige en
cuanto “siendo”. De ahí se seguirían todas las distinciones y
“conceptos” o nociones que la tradición escolástica piensa,
desarrolla, matiza, etc., a lo largo del tiempo: esencia y
existencia, categorías y trascendentales, analogía, etc. La
moderna filosofía trascendental del sujeto, por su parte, habría
“descubierto” un hecho ineludible que, a su juicio, la
metafísica tradicional no habría tenido al menos suficientemente
en cuenta: aquello que yo llamaré, en lo que sigue, la
inevitable “mediación subjetiva” de todo conocimiento objetivo.
Se trata del “factum” de que todo acceso a la “cosa” supone
siempre previa o simultáneamente el “yo” que la conoce. La
“mediación subjetiva” (que sólo el yo es inmediato con respecto
a sí mismo) implica, de entrada, que no podemos tener certeza
alguna de que lo conocido corresponda (“represente”) realmente a
lo que efectivamente existe. Nuestra subjetividad podría
introducir en el conocimiento de la cosa tantas y tales
“distorsiones” que no tenemos ninguna garantía de que lo que
“vemos” realmente “sea”. Se impone, por tanto, una
“retroreflexión” del sujeto sobre sí mismo que tenga por tema
las “condiciones de posibilidad” subjetivas del conocimiento del
“objeto”. Es importante atender a diversos aspectos de lo que
esta opción significa: en primer lugar, la “sospecha” de que lo
“conocido” pueda no corresponder a lo que “es” supone alejar al
pensar de la inmediatez de la “cosa” y de su “ser”; la “nueva”
filosofía no será, en primer término, “metafísica” u
“ontología”, sino ante todo “teoría del conocimiento”, o una
“lógica” de singular especie. La sustancia del “giro crítico”
moderno radica precisamente en esta “sospecha”, que se dirigirá
principalmente a la cuestión del estatuto de la metafísica en
cuanto “ciencia”. En segundo lugar, el giro hacia la
subjetividad supone, correlativamente a lo que acabamos de
decir, que la noción de “acto” cede en importancia frente a la
de “posibilidad” –lo acabaremos de comentar indirectamente en
los puntos que seguirán. En tercer lugar, el viraje crítico
hacia el yo supone también que, de entrada, y aunque sea por
unos “instantes”, quede en suspenso la cuestión de la
fundamentación en cuanto tal: que el sujeto “medie” el
conocimiento de la cosa significa sin más que no sabemos
propiamente si accedemos al principio sustancial de lo que es o
si siempre restamos presos en la red de nuestro propio yo.
Podría ocurrir perfectamente que la mediación subjetiva
implicara que las peculiaridades psíquicas de cada individuo
impidieran todo conocimiento real de la cosa o, al menos, que
obligaran a una suspensión escéptica del juicio sobre un tal
conocimiento (Hume). Podría ocurrir también, en el caso de que
se fuera capaz de determinar condiciones universales de la
subjetividad cognoscente, que cuando mucho pudieran ser
determinadas las propiedades de una ciencia intersubjetiva del
objeto dado al yo lógico, sin que en ningún caso fuera posible
garantizar un acceso teórico al “en sí” principial de la
realidad (Kant). En cuarto lugar, sin embargo, y si el impulso
hacia una “filosofía primera” y hacia lo que ésta exige
siguieran teniendo suficiente energía, podría suceder que el
giro hacia la subjetividad se convirtiera en un giro,
precisamente, hacia la subjetividad como primer fundamento. Las
condiciones que tal subjetividad debería exhibir para poder
ejercer tal papel pueden ser reducidas, en último término, a la
de la propia transparencia del sujeto con respecto a sí mismo:
en cuanto el yo es lo sólo inmediato en relación a sí,
únicamente la claridad diurna de la evidencia que tuviera de su
propio ser podría convertirlo en el fundamento que se
necesitaría para basar en él el conocimiento e incluso el “ser”
de cuanto es: en la “certeza” de sí mismo y de sus contenidos,
el sujeto halla la “verdad” de toda realidad. Tal cosa, pensada
de forma plenamente radical, supondría un sujeto absolutamente
“productivo” –un Sujeto Absoluto– como el que sólo se da
definitivamente en Hegel. Desde este punto de vista, el gran
idealista alemán lleva a su consumación indudablemente una de
las posibles “salidas” a la aporía introducida por la
enfatización del motivo de la “mediación subjetiva”. Es
característico de esta salida, sin embargo –y ello ha de
ayudarnos a comprender por contraste las otras–, que la
evidencia que el Sujeto Absoluto tiene de sí mismo en ningún
caso es ni puede ser “inmediata” en el sentido habitual del
término: no hay en Hegel identificación simple de verdad y
certeza, sino el lento y doloroso despliegue de tal “inmediatez”
en las mediaciones del concepto –el Sujeto sólo se conoce a sí
mismo como Absoluto mediante la “paciencia” y la torturada
“negatividad” del “trabajo del concepto” en la historia y en las
conciencias individuales, esto es, a través de la labor
incansable que lleva por nombre “dialéctica” (en el sentido
específicamente hegeliano de la palabra). No es por aquí, como
resulta claro, que fueron los primeros tanteos del pensamiento
moderno: en Descartes, por ejemplo, el descubrimiento del
“factum” de la mediación subjetiva llevó efectivamente, en un
contexto y con una idea de la filosofía aún básicamente
tradicional, al esfuerzo por transformar al propio sujeto en el
fundamento cierto del conocer; inmediatamente, no obstante, tal
sujeto (finito e imperfecto, como demostraba el hecho mismo de
haberse descubierto dudando) sólo podía funcionar como
fundamento de la “ciencia” humana, y en ningún caso era
tan “productivo” que de él dependiera absolutamente el ser de
todas las demás criaturas. Para Descartes, la identidad de
verdad y certeza en el alma del hombre garantiza el conocimiento
y el ser de lo así conocido, pero siempre todavía bajo la
dependencia de un Dios creador que es el que realmente “produce”
las cosas y, entre ellas, la misma certeza-verdad de la que
gozan ciertas ideas por Él impresas en la mente de la criatura
racional. El “recurso” a la divinidad, que tantos y de tantas
maneras han considerado un subterfugio, era sin embargo la única
manera que probablemente aún le quedaba a Descartes (y, con él,
a los principales “metafísicos” del siglo XVII) de salvar a la
vez la idea tradicional de la filosofía “teórica” como ciencia
primera (como esfuerzo hacia el fundamento) y la distinción
cristiana entre el Creador y la criatura en el contexto
configurado por el “descubrimiento” y la centralidad otorgada al
“factum” de la mediación subjetiva. Ya Spinoza dará un paso
decidido hacia la supresión de aquella distinción, reservando el
término sustancia para sólo Dios y convirtiendo cuerpo y alma en
dos de los infinitos “modos” de aquélla. ¿Qué hace Kant ante la
alternativa planteada por aquellos términos? Si nos fijamos con
atención (el libro de Krüger sobre este autor
es decisivo para cuanto aquí podamos decir), al nivel de la
razón teórica Kant es capaz únicamente de garantizar la
existencia de una “ciencia” humana en el sentido de un saber
intersubjetivamente válido del fenómeno: la certeza que la razón
tiene de sí misma no da para más. Y, en este sentido, no hay
“fundamentación” de lo conocido en cuanto tal, que siempre es
objeto para un sujeto (idealismo) y, a la vez, sujeto para un
objeto (idealismo trascendental o crítico).
El “ser en sí” de lo conocido resulta teóricamente inaccesible
–para alcanzarlo, Kant recurrirá, como es bien sabido, al uso
práctico de la razón: sólo la ética “toca” la “cosa en sí” y
desvela el lugar que al hombre corresponde en el orden creado
por Dios –sólo la ética es, en definitiva, y si es lícito
emplear aquí la expresión, “filosofía primera”.
Resulta plausible, en tercer lugar,
y a partir de todo cuanto llevamos dicho, la tesis de que la
contemporánea filosofía lingüística habría heredado de la
moderna filosofía gnoseológica, en sus iniciadores al menos y
seguramente en muchos de sus representantes más conspicuos, el
“pathos” de la fundamentación y, por tanto, la idea de lograr
por fin una filosofía “científica” realmente “primera”.
Simplemente, habría radicalizado para ello el “criticismo” de su
predecesora, denunciando las propias mediaciones existentes
dentro de la mediación subjetiva y, en particular, la mediación
lingüística de todo pensamiento: el yo tampoco es inmediato con
respecto a sí mismo; en su “auto-relación” siempre se encuentran
el lenguaje y lo que este lleva consigo. Y habría sacado de ahí
la conclusión de que el único ámbito verdaderamente
“trascendental” era, justamente, el de la “posibilitación
lingüística”. Lo trascendental no es ya el “ser” y sus
atributos, pero tampoco lo subjetivo de una conciencia que
fácilmente se pierde a sí misma en manos de ciencias
subordinadas como la psicología o en los galimatías
sospechosamente “metafísicos” de una “reflexión trascendental”
en busca de las “condiciones de posibilidad de la experiencia y
de su objeto”. Lo único realmente “trascendental” es el lenguaje
en cuanto que realización a la vez concreta (“tangible”) y
efectivamente mediadora de todo saber. En cuanto que tal
retroreflexión sobre las condiciones de posibilidad lingüística
del pensamiento (las precondiciones lingüísticas de las
condiciones de posibilidad de la conciencia), la pretensión
fundadora de la filosofía como “filosofía primera” permanecería
básicamente intacta. Y cuando la filosofía del lenguaje, sobre
todo tras la publicación de las Investigaciones de
Wittgenstein, tiende a perderse en el laberinto del mero detalle
particular, desvaneciéndose con ello el impulso hacia una
filosofía verdaderamente primera que la iniciara, empieza a la
vez su degeneración en la forma de una “escolástica” atenta
únicamente a los “puntos” y las “comas”, o bien su camino hacia
una manera de concebir las “precondiciones lingüísticas” que
sólo puede descomponerlas en lo meramente accidental y
contingente de las circunstancias sociales, históricas,
políticas, etc., elevadas cuando mucho por una sospecha
convertida en sistemática a la categoría de aquel sustrato
inconsciente que, como voluntad de poder o de lo que sea, “crea”
arbitrariamente todas las formas lingüísticas y, con ellas,
todas las configuraciones de dominación que imperan en los
diversos momentos de la historia y en las distintas
civilizaciones.
El primer libro importante de Rorty
consiste esencialmente en un análisis de la tradición analítica
bajo la óptica de que, inicialmente, en efecto no fue otra cosa
que un intento de realizar el “proyecto kantiano” tomando lo
lingüístico como punto de partida o ámbito de lo
“trascendental”. La tesis de Rorty es, precisamente, que esta
lectura de la tradición de la filosofía analítica del lenguaje,
ajustada indudablemente a lo que pretendieron y pretenden muchos
de sus representantes, no coincide con el efecto histórico que
en realidad ha tenido (o con el que él quisiera que tuviera), y
que él más bien identifica con la segunda de las posibilidades
que ya hemos anticipado que pueden suceder a la filosofía del
lenguaje cuando pierde su “pathos” de filosofía primera. El giro
lingüístico no tendría su centro y su significación principal en
proporcionarnos “otro” modelo de filosofía primera, sino en
mostrarnos finalmente la inanidad de todos esos intentos,
mostrándonos a la vez lo que en realidad contenían. Rorty
detecta en la contemporánea filosofía del lenguaje un
“movimiento de pragmatización” que eludiría, en último término,
toda sustancialidad: en él se agotaría, en realidad, la
significación histórica de aquella “nueva” filosofía. La
verdadera aportación de la filosofía del lenguaje del siglo XX
ha sido probar que no hay salida fuera de las mediaciones
comunitarias del yo contenidas en el lenguaje que media todo
conocimiento de la realidad e incluso la autoconciencia del
sujeto. Puede sonar paradójico o quizá contradictorio, pero esto
es en esencia lo que viene a decir Rorty: el sujeto que media
todo conocimiento de la realidad es, a su vez, mediado por toda
una serie de instancias de tipo histórico, social, ideológico,
etc. –todas ellas constitutivamente contingentes– de las que el
lenguaje no sería más que la cristalización por excelencia.
Tales instancias no son, en último término, otra cosa que
productos de los consensos pragmáticos que los hombres han ido
estableciendo a lo largo del tiempo con el fin de alcanzar el
máximo nivel de felicidad que resulte posible. Vista la cosa de
esta manera, el “problema” de cómo puede ocurrir (y cómo
garantizar lógicamente) que una representación lingüística (o
mental-cognoscitiva) resulte adecuada a la realidad, se resuelve
(o se disuelve) por sí mismo sin demasiada necesidad de
explicaciones: toda “creencia” no es sino un “hábito colectivo”
de comportamiento para el cual su “correspondencia” como
“representación” no tiene la menor importancia; simplemente
interesa que cumpla la función que le fue atribuida por la
conciencia que la creó. Indudablemente –e irónicamente, pero con
perfecta conciencia de sí–, tal supuesto implica que los
consensos colectivos (la conciencia comunitaria) productores de
tales “creencias” son pensados bajo el modelo romántico del
sujeto autocreador. No es difícil constatar que éste es el
paradigma que funcionaba ya en los fundadores y los
representantes mayores del pragmatismo norteamericano a los que
Rorty se remite (James y Dewey sobre todo), como tampoco es
difícil encontrar en el propio Rorty textos en los que
literalmente refiere la “democracia”, por ejemplo, como
“infinita conversación”, a la idea romántica del yo que se crea
a sí mismo a partir de sus propias contingencias, esto es, a
partir de la nada.
Pero no es este extremo el que ahora me
interesaba remarcar de su pensamiento, sino sencillamente la
idea de que la descomposición del sujeto inmediato a sí mismo en
las mediaciones incluidas en el lenguaje con el que éste “se
dice”, acaban desembocando en la idea de un “suprasujeto
descompuesto” o, como yo prefiero denominarlo, en la de la
“intersubjetividad desenfatizada y desencadenada”. Para un
Habermas o, sobre todo, un Apel, la mediación lingüística de la
autoconciencia del yo todavía incorpora elementos de cuya
validez lógica universal no puede dudarse: el fundamento no lo
constituye el sujeto “monológico”, perfectamente inmediato a sí
mismo, de los siglos XVII-XIX, sino la razón dialógica de la
“comunidad ideal de comunicación”; pero ésta es capaz de cumplir
tal función porque halla en sí, por ejemplo, las condiciones
universales (y, por tanto, intersubjetivas en un sentido
relativamente fuerte) de tipo lógico o moral que todo individuo
que hable y argumente a través del lenguaje da por ello mismo
por supuestas con independencia de lo que su “libre albedrío”
pudiera querer. Esto es, justamente, lo que la radical
disolución rortyana niega y, con ello, pone de manifiesto –de
forma invertida o negada– precisamente lo más esencial que toda
posición “tradicional”, incluso las más modernas en cuanto a la
fecha (en este aspecto, hasta Apel es un clásico
“tradicionalista”), siempre han supuesto: que hay algo que nos
es “dado” (en el “ser”, en el “conocer” o en el “hablar”), algo
que nos precede y en lo que nos sumimos al filosofar; algo con
respecto a lo cual nuestro pensar y nuestro decir siempre son
“segundos” y a lo que debemos, por consiguiente, una cierta
“obediencia”.
La “crítica”
lingüístico-epistemológico-metafísica de Rorty a veces parece
dirigirse exclusivamente a (o contra) la filosofía desarrollada
entre Descartes y nosotros (y de aquí las posibles complicidades
con MacIntyre, Taylor u otros); a veces, en cambio, parece
generalizarse a toda la tradición del pensamiento occidental,
asumiendo abiertamente (y como es usual) la forma de un
“antiplatonismo” extensible a la entera historia de la
filosofía. En otros términos: el “movimiento de pragmatización”
de la filosofía del lenguaje, cuya detección sirve a Rorty de
entrada para re-asumir y re-interpretar el giro lingüístico
contemporáneo, se convierte al fin y al cabo en una crítica
radical del “proyecto trascendental” (kantiano) que aún latiría
en las formas iniciales del pensamiento lingüísticamente
orientado y, con ella, acaba transformándose en una crítica
general de la continuidad existente en toda la historia del
pensamiento occidental como “proyecto de fundamentación”,
poniendo así paradójicamente de manifiesto lo que de común
tenían todos los intentos por constituir el pensar en la forma
de una “filosofía primera”: justamente, que el pensar es siempre
“segundo” con respecto a una realidad previa a la que, en cuanto
pensar, debe “co-responder”. Lo específico de Rorty es que,
llevando hasta algunas de sus últimas consecuencias una cierta
interpretación de lo que el giro lingüístico ha significado y de
lo que, con él, han significado muchos de los desarrollos
filosóficos de la segunda mitad del siglo XX, consigue
determinar con una transparencia asombrosa esta “forma pura” de
la historia de la filosofía occidental en todas sus etapas: la
“obediencia”.
Existe la posibilidad, por tanto, y cuando se
llega a claridades últimas con respecto a los propios
presupuestos, de ver a través de ellos, y aunque sea en la forma
de un “negativo” fotográfico, de ver lo que era realmente
decisivo en otra época, y a percibir así de mejor manera lo más
sustantivo de un pensador de otro tiempo y lo que de “novedosa”
tiene su propuesta “antigua” con respecto a nuestras actuales
circunstancias. Rorty expresa, indudablemente, una de las formas
más extremas que puede tomar la oclusión de la tradición; en la
medida sin embargo en que esta oclusión se centra realmente (con
conciencia o sin ella), y sobre todo, en la oclusión de lo
moderno que impedía realimentarse de la tradición, poniendo de
manifiesto –por ejemplo– lo que de tradicional había en la
negación moderna de la tradición, la cerrazón se transfigura en
posibilidad de reapertura; esto es, en una forma superior
de lucidez y en “liberación” de “formas puras” de la
tradición. Es evidente la existencia del peligro concomitante de
una disolución extrema. El propio Rorty la encarna en la forma
superlativamente “contingente” en que asume la historicidad del
pensamiento y el conjunto de la tradición occidental. Su
“crítica”, sin embargo –o sea, la “crítica” de su “crítica” a la
“crítica” moderna–, es ahora lo que menos nos interesa, pues
hemos obtenido ya de ella lo que deseábamos: la prueba de que la
reflexión crítica inmanente puede ser uno de los “modos de
exposición” de la verdad filosófica más ajustados a determinadas
circunstancias, permitiendo de alguna manera la transparencia de
determinados motivos o acordes fundamentales de la tradición.
Pasemos en nuestro último apartado, y por fin, a la cuestión de
la “ley” y de la “secularización”.
IV.
No se trata, en lo que sigue, más
que de proporcionarle al lector una concreta ejemplificación de
la cuestión hasta aquí tratada. No por casualidad, ésta no puede
ser otra que la que aparecía ya en el título de esta ponencia,
reflejando indirectamente el tema del presente Congreso. Vayamos
a ello.
Rorty está convencido de que su
crítica a la tradición analítica, que no consistiría más que en
“detectar” el movimiento de pragmatización que la presidía,
tiene inevitablemente como resultado el cumplimiento del
objetivo desde siempre anhelado por la filosofía: un pensamiento
“autónomo”. Y que este resultado se alcanza “contingentemente”
sólo en esta tradición y contra muchas de las expectativas que
en ella misma lo acompañaban como esperanza. Contra muchas de
las expectativas que había asumido, incluso, en el período más
heroico y conscientemente emancipador de esa historia: la
modernidad y la Ilustración. Que lo alcanza, precisamente, en la
misma exacta medida en que abandona toda pretensión de
constituirse en la forma de una “filosofía primera” capaz de
alcanzar un “fundamento” y en la misma exacta medida, por tanto,
en que deja de lado toda noción de un “algo” exterior a la
autoridad del consenso interhumano contingente sobre sí mismo; o
sea, toda noción de un “algo” cuya autoridad sea de algún modo
independiente de los colectivos en los que hipotéticamente
impere. Que lo alcanza, en fin, erigiéndose a sí misma como
cultura consciente y queridamente “post-filosófica”:
«Por cultura post-filosófica quiero decir una
cultura que no tiene un sustituto de Dios. Pensemos en una
cultura filosófica (secular) sucesora de una cultura religiosa,
tal y como la Ilustración se concibió a sí misma. Esta cultura
todavía tenía nociones como Naturaleza, Razón, Naturaleza humana
y demás, que eran puntos de referencia fuera de la historia, y
en referencia a los cuales la historia iba a ser juzgada.»
La descomposición de la mediación
subjetiva (de las “condiciones de posibilidad subjetivas”) en
las innumerables mediaciones colectivas (“precondiciones”
sociales, políticas, etc. y los “consensos” correspondientes)
que cristalizan en el lenguaje, nos deja atrapados en la tupida
red de nuestros acuerdos y despoja de todo sentido a aquellas
mismas preguntas que interrogaban por lo que pudiera haber
“fuera” de ellos. Por ello mismo, sin embargo, ese “quedar
atrapados” es, en realidad, un tomar conciencia de que nos
creamos a nosotros mismos, y que la “muerte de Dios”, con todo
lo que de “secularización” de la vida comportaba, aún
permanecería incompleta si siguiéramos aceptando la existencia
de otras instancias “exteriores” a la de la dinámica
presuntamente “democrática” de nuestros discursos.
Sólo con la desaparición de tales elementos (la Razón, la
Naturaleza, la Naturaleza-del-Hombre, la Realidad-en-sí-misma,
etc.) culmina la secularización iniciada por nuestros ancestros
ilustrados. Que éstos, aún representantes de una “cultura
filosófica” no perfectamente secular, se hubieran echado las
manos a la cabeza a la vista de tales conclusiones, no quita ni
una tilde a la seguridad con la que cabe extraerlas de sus
premisas. En la guerra todo está permitido: si para liquidar a
Dios y erigir a nuestras libres comunidades occidentales en el
paradigma de toda autocreación “ex nihilo” fue necesario pasar
por la etapa transitoria de tales deidades menores, pues que
bienvenidas sean; nosotros tenemos la clave para
reinterpretarlas como es debido. Es difícil decirlo con más
claridad que en la primera frase de uno de los últimos libros de
Rorty:
«Las lecciones de este libro intentan ofrecer un
vislumbre de cómo sería la filosofía si nuestra cultura
estuviera completamente secularizada, si desapareciese del todo
la obediencia a una autoridad no humana.»
La filosofía, “si nuestra cultura
estuviera completamente secularizada”, esto es, si desapareciese
del todo la noción de una autoridad debida a cualquier instancia
“no humana”, presentaría indudablemente el aspecto de una
no-filosofía o de una cultura post-filosófica para la que la
democracia y la política son prioritarias con respecto a la
filosofía.
Que esto no represente más que el cumplimiento y/o la
realización de los proyectos filosóficos más descabellados
–aquellos que los pensadores antiguos o medievales nunca se
atrevieron a pensar que la filosofía pudiera plasmar en la
realidad política–; que la prioridad absoluta de la política
sobre la filosofía no sea más que un proyecto filosófico
perfectamente (y recientemente) datable, no supone para Rorty
objeción de peso alguna: su propia lucidez le impide verla. Pero
prescindamos de ello y vayamos al concepto político-moral de
“ley”, que es lo que ahora y aquí más nos interesa. ¿Qué puede
ser una ley para Rorty? No recuerdo pasaje ninguno de su obra en
que se dé respuesta a esta pregunta, pero sí el siguiente, en el
que se alude claramente a la cuestión:
«…el progreso moral no es tanto una cuestión de
desarrollar una mayor obediencia a la ley, cuanto una cuestión
de desarrollar una simpatía cada vez más amplia.»
Evidentemente, en el contexto en el
que se mueve su pensamiento, para Rorty una ley nunca podrá ser
algo a lo que debamos “obediencia” alguna en el sentido literal
del término. La “obediencia” debida a una ley sólo podrá ser la
misma obediencia que nos otorgamos a nosotros mismos, sus
creadores. Ni la obediencia debida a la Naturaleza, ni a la
Realidad, ni a la Moral, ni a nada que se le parezca y que pueda
sugerir siquiera la idea de que exista algo fuera de nuestros
propios acuerdos y de nuestras propias convenciones. Que, en
este caso, el uso mismo del término “obediencia” resulte dudoso
o, como mínimo, necesitado de las mayores precisiones, es algo
que viene inmediatamente sugerido por el uso del término
“simpatía”: el “progreso moral” nunca podrá ser medido con la
vara de una supuesta “pasividad” de los sujetos humanos con
respecto a algo que resulte exterior a ellos y a sus acuerdos,
sino sólo, precisamente, por la capacidad “activa” que éstos
demuestren tener de constituir comunidades en las que quepan
cada vez mayores discrepancias sin que aquellos se rompan; esto
es, por la capacidad de ser “simpáticos” y de “com-padecer”
(“co-sentir”, “con-sentir) a o con los demás. Que este ideal
(tan añejamente filosófico, por otra parte) suponga en la
práctica, caso que quisiera ser traducido en hechos, la mayor de
las uniformizaciones habidas en la historia de la humanidad y,
en cuanto persistieran los “disidentes” (esto es, los
“antipáticos”), la mayor de las presiones directas o indirectas
para su eliminación, es un dato elemental que ahora podemos
dejar a un lado. Sólo nos interesa, y con esto ya acabaremos,
volver a aquello de las “formas puras” de la tradición que la
disolución extrema de ésta puede “liberar”, aunque sea en forma
invertida o negativa. Volvemos, para ello, al libro de Krüger
sobre Platón, ya citado y usado más arriba.
En efecto, uno de los temas
centrales de la mencionada obra del estudioso alemán es que todo
el contenido de la obra platónica se juega en lo que él denomina
“la lucha por el sentido de la pasión”. ¿Qué quiere decir con
ello? Según Krüger, no puede entenderse la esencia del Eros
platónico, la esencia de esta potencia mítica en torno a la que
se cifra una de las definiciones de la “filosofía” que da el
ateniense, si no se entiende a la vez que es precisamente ella
misma, esta potencia mítica –y por más extraña que la cosa pueda
sonar a nuestros oídos–, la que ha de conducirnos y nos conduce
a la razón, e incluso a la razón “autónoma”. En la primera parte
de su libro, justamente, Krüger se enfrenta decididamente a esta
extrañeza, y lo hace luchando simultáneamente o sucesivamente,
según los momentos, en tres frentes: en primer lugar (caps. 1 y
2), contrapone enérgicamente el concepto platónico de la
filosofía al concepto moderno de la misma; en segundo lugar
(caps. 3, 4 y 5), contrapone simultáneamente el concepto
platónico de la filosofía al mito –homérico, olímpico–
tradicional y al racionalismo sofista, volviendo en los momentos
más decisivos a la oposición con el iluminismo o racionalismo de
la modernidad.
Krüger empieza, concretamente, con una
constatación fáctica: el discurso mítico sobre el Eros que
Platón expone en el Banquete no es una alegoría, ni una
simple expresión “simbólica” del anhelo de saber, ni del amor
como un comportamiento “simplemente humano”. Platón no parece
conocer una “simple humanidad” en nuestro sentido irreligioso e
inmanente, puramente “horizontal”. Esta es la razón fundamental
que explicaría nuestras “extrañezas” y nuestras dificultades
para captar el concepto platónico de la filosofía. La podemos
desdoblar del siguiente modo: a) en este concepto platónico de
la filosofía hay subyacente una forma de plantear y de afrontar
el problema general de la relación entre filosofía y religión
–mito– que parece haberse convertido para nosotros en algo
prácticamente ininteligible; b) y en esta forma de plantear y de
afrontar el problema general de la relación entre filosofía y
religión late una autocomprensión del ser humano, una manera de
entender lo que cabría considerar como “la verdadera y más
propia posibilidad humana”, que aún parece habérsenos hecho más
ajena que la anterior. En efecto, para la modernidad (al menos
en algunos de sus extremos), la “verdadera y más propia
posibilidad humana”, la posibilidad decisiva del hombre tanto
para el vivir como para el comprender, consiste en la
absoluta independencia. Toda clase de vinculación
sustancial es rechazada como una lesión de la dignidad
humana –y, en este sentido, libertad intelectual y ser
religiosamente vinculado se excluyen. La Ilustración, de acuerdo
con el dictum kantiano, es la salida de la humanidad de
su culpable minoría de edad, y la filosofía, el reino de un
pensamiento soberano en su independencia. Parece, pues, que allí
donde no desesperara de sí misma, la filosofía debería ponerse
en el lugar de la religión, y que allí donde no identificara a
Dios consigo misma (Hegel), al menos no debería tolerar a ningún
dios por encima de sí misma. Y sólo en este horizonte y dentro
de estos límites podría reclamar la religión alguna
prerrogativa, como ocurre en el kantiano La religión dentro
de los límites de la simple razón. Platón, en cambio, parece
ver las coses de manera bastante diferente: como se dice en el
Fedro (244 A), la “locura” no es necesariamente mala,
pues pueden darse locuras propiamente divinas; el encantamiento
del yo bajo el peso de esta locura puede no significar un daño
para el hombre, sino una forma de entusiasmo hacia sus bienes
máximos, que de otra manera le resultarían inaccesibles. Para
esta concepción, evidentemente, la “verdadera y más propia
posibilidad del hombre”, la más rica y completa, no radica en
modo alguno en la soberana autonomía del yo o de la razón, sino
en el reconocimiento de que toda espontaneidad, en el hombre,
siempre es “segunda”; esto es, en el reconocimiento de la propia
limitación, de la propia indigencia y de la propia dependencia
del ser humano.
Privados de la verdadera espontaneidad, que sólo es una posesión
divina, los hombres debemos buscar fuera de nosotros la
verdadera paternidad. “Pasión”, en el libro de Krüger, y
refiriéndose ante todo a Platón –pero a través de él, a la mayor
parte de la tradición filosófica occidental–, significa
simplemente asumir con plena lucidez que no somos nuestros
propios padres, que la espontaneidad del espíritu humano es de
segundo orden: una imperfecta forma secundaria (esencialmente
re-productiva) de la divina.
Es así que, adoptando conscientemente la forma
del mito (con el Eros del Banquete y con los viajes
celestes de las almas siguiendo a los dioses en el Fedro)
e introduciéndola en su propia definición de la filosofía,
Platón no está haciendo otra cosa que adoptar con plena
conciencia el único modo de consideración posible para el
hombre. El mito es el único modo de conocimiento al alcance del
hombre porque éste es un ser insuficiente, vinculado y limitado
hasta en su posibilidad más propia. El mito del alma en el
Fedro, como el del Eros en el Banquete, contienen en
sí mismos la justificación de su forma: el alma se sabe aquí
dependiente del mito porque sabe que no es señora de sí misma.
Y hasta aquí la contraposición entre el “mítico”
concepto platónico de la filosofía y sus correlatos modernos.
Resumimos: Platón puede y debe hablar a través del mito (Eros)
porque concuerda con la religión de su tiempo (y de todos los
tiempos) sobre el hecho de la dependencia esencial del hombre.
Ahora bien: Platón, a diferencia de la antigua
mitología, es expresamente consciente de esta dependencia y del
lenguaje mítico, con lo cual resulta que es igualmente legítimo
afirmar que Platón no está simplemente dentro del mito,
sino que defiende su significado contra el ya sobrevenido
intelectualismo racionalista. Y aquí reencontramos los otros dos
frentes en los que antes decíamos que Platón lleva a término su
lucha: la mitología –homérica, olímpica– tradicional y el
racionalismo sofista. No podemos ahora entrar en todos los
detalles que exigiría una exposición completa de las ideas de
Krüger al respecto y de todas sus sugerencias. Nos limitamos a
las cosas más fundamentales.
El mismo mito platónico (Eros, y no Afrodita,
por ejemplo) hace comprensible de qué manera Platón aprueba la
crítica del mito. Su elogio de Eros celebra la liberación de los
antiguos dioses. Esto une a Platón a todos aquellos que
descubren en sí mismos la fuerza de la reflexión como su propia
fuerza esencial, sin llegar, no obstante, a hipostasiar esta
fuerza en la forma de una independencia integral. La simple
alternativa, aparentemente elemental –hoy “va de soi” hasta tal
punto que incluso los presentadores de noticiarios televisivos
parecen darla por supuesta–, entre, por un lado, el “olvido
mítico de sí mismo” (la disolución de la conciencia y de la
racionalidad en la dependencia del hombre con respecto a las
fuerzas cósmicas hasta aquel punto en el que se hace imposible
la conciencia crítica propiamente dicha) y, por el otro, la pura
autarquía de la razón (sea en versión antigua –los sofistas
entre otros–, sea en versión moderna),
se sitúa ya en el horizonte del “hombre libre”, que cree que
todas las dependencias realmente existentes (nadie se atreve a
negar la indigencia, la finitud y las limitaciones del hombre;
el problema es el grado de “profundidad” que se les atribuya)
son meramente externas al “en sí” del hombre y afectan
únicamente a la materia de su comportamiento, y no a su esencia;
del hombre, por tanto, que no sólo cree ser señor de sí mismo,
sino incluso señor de su propio señorío y de sus fines. Desde
aquí, evidentemente, es imposible entender a Platón y su
concepto de la filosofía, incluida su lucha contra el mito
antiguo.
La lucha de Platón contra el mito homérico
tradicional –contra los “poetas”– y, a la vez, su lucha contra
la autoafirmación de la soberanía de la razón y del yo, sólo
resulta plenamente inteligible –y, con ella, el concepto
platónico de la filosofía– en aquello y como aquello que Krüger
denomina (lo señalábamos más arriba) la “lucha por el sentido
de la pasión”. Platón, según Gerhard Krüger, afirma claramente
la pasión como un ser-raptado por una potencia superior; pero en
cuanto consciente de esto y liberado de la absoluta sumisión a
los poderes cósmicos, la niega como fuente del olvido de sí
mismo. Platón, pues, se sitúa en un lugar enteramente extraño a
aquella alternativa que hoy va de suyo. Platón no lucha
simplemente a favor de la pasión y contra la autarquía de la
razón, como su crítica del mito no significa afirmar la
independencia absoluta del alma respecto a toda potencia divina
y contra toda pasión-pasividad. Platón combate, contra la
falsa pasión mítica –mera pasividad “sensible”; mera
imitación que, en cuanto falsa, es pura “producción”, mera
“invención”, mero abandono a la receptividad sensible que lleva
al olvido de sí mismo: a “dormir”– y contra el perfecto señorío
de la razón –incapaz de comprender que la poesía y el mito no
tienen únicamente un valor estético-artístico, sino también
religioso, moral y cognoscitivo–, a favor de la verdadera
pasión –Eros–; esto es, a favor del entusiasmo y el
ser-raptado/poseído que no aturde la reflexión sobre sí, sino
que la despierta sin desarraigarla, en definitiva, de toda
pasividad –de toda “obediencia”. La platónica “lucha por el
sentido de la pasión”, de la que aquí acabamos de dar cuenta a
partir del libro de Gerhard Krüger, no es otra cosa, en fin, que
el original positivo de aquella “forma pura” de la tradición a
la que más arriba nos hemos referido en cuanto plenamente
manifiesta –aunque fuera negativamente– en la obra de Richard
Rorty. Lo que todo cuanto hemos dicho en las últimas páginas
tenga que ver con el problema de la “ley” en autores concretos
deberá ser dejado, en sus detalles, para otra ocasión; pero creo
que la esencial contraposición existente entre una noción de la
misma que sólo viera en ella un mero acuerdo convencional para
cuyo progreso bastan la mera persuasión y la simple seducción
“sim-pática” y otra que considera consustancial a su concepto el
trabajo de una auténtica “pasión” (natural y, si alcanza,
sobrenatural) y de una verdadera “obediencia”, salta a la vista.
Frente a la “sim-patía” unilateralmente activa de la libre
intersubjetividad desatada, que sobrevuela lo que hay afirmando
que sólo surge –lo que hay– en y de su propio discursear –en y
de su propia omnimediación– autosuficiente, la pasión arrebatada
(amor y asombro) en y por lo que la precede y en cuanto la
precede; la pasión, pues, no como mero “sentimiento” o
“representación subjetiva”, sino como objetivo someterse y
dejarse arrastrar por la ley de cuanto en y desde el ser, en y desde el pensar, en y
desde el decir, se nos impone pre-potentemente y nos llama a la
obediencia. La mera
asimilación del segundo término de esta alternativa al puro
“tradicionalismo” que renuncia al pensamiento, sólo puede ser
producto de la mala fe o de la estupidez. Todo lo dicho sobre
Platón a partir de Krüger lo demuestra hasta la saciedad. Que la
posición de Sócrates –y luego de Platón– en relación al
conservadurismo ateniense pueda ser interpretada por el
racionalismo más o menos elemental de todos los tiempos como una
forma de autoentrega es algo que, por otra parte, el destino
personal de maestro y discípulo refuta concluyentemente,
y que debería servirnos a todos, por el contrario, como símbolo
inequívoco de lo que suele esperar a quien se atreve a poner el
más mínimo signo de interrogación junto a las evidencias o los
consensos generalizados, sean del color que sean.
*
Acabo. Si la filosofía es y sigue siendo, contra
Rorty y como quería Platón, un esfuerzo amoroso por hacerse con
la verdad inteligible, entonces todo no es sino un largo
comentario que obedece más o menos fielmente a lo que hay. Todos
comentamos lo real, y sólo ocurre que unos comentarios se añaden
a los otros, y que a los diálogos de los comentarios con lo real
se van uniendo los que inician los comentarios entre sí a la vez
sobre lo real y sobre ellos mismos. Lo real sigue siendo la
medida y la ley de todos los comentarios, a la vez por sí mismo
y a través de otros comentarios que nos miden desde el pasado.
Esta sería, en cualquier caso, la figura que la filosofía adopta
siempre que, naturalmente, la cultura no haya llegado a quedar
completamente secularizada.
septiembre de 2005
Gerhard
Krüger,
Einsicht und Leidenschaft. Das Wesen des
platonischen Denkens (1939), Frankfurt a. M.: V.
Klostermann, 19926 (trad. ita.: Ragione e
Passione. L’essenza del pensiero platonico, Milano: Vita
e Pensiero, 19962). El autor,
condiscípulo con Gadamer y otros de Heidegger, Natorp, etc.,
resulta hoy poco conocido, aunque sus monografías suelen
aparecer en las bibliografías especializadas dedicadas a los
autores por él estudiados (sobre todo, Kant y Platón). Con
las indicaciones que daremos en esta ponencia creo que
mostraremos suficientemente lo injusto de tal relegación a
un segundo plano.
Richard Rorty, Cuidar la libertad, Madrid, Trotta,
2005, pp. 44-45.
Richard Rorty,
El pragmatismo, una versión. Antiautoritarismo en
epistemología y ética, Barcelona, Ariel, 2000, p. 7.
El pragmatismo..., p. 18.
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