LOS ERRORES DEL TRADICIONALISMO
Dr. Juan Ramón Medina Cepero
Universitat Internacional Catalunya
Resumen
Se presenta en estas líneas una crítica
sistemática de esa corriente de pensamiento conocida con el
nombre de "tradicionalismo", que se caracteriza por sostener
como criterio de verdad y de conducta una tradición que niega
otras fuentes de conocimiento y cierra el paso a todo cambio o
innovación. El autor presenta los errores más relevantes de una
forma de pensar todavía presente en muchos sectores de nuestra
sociedad.
Abstract
We are aferred a systematic crytical
review of traditionalism whose main feature is the establishment
of tradition as a guideline criteria of truth and behaviour, a
tradition which denies other sources of knowledge and hinders
any kind of change or evolution turns. The author describes the
most relevant mistakes of this way of thinking which has quiet a
presence in many areas of our society.
1.
Presentación
El objeto de esta ponencia es presentar una
crítica sistemática de una corriente de pensamiento conocida con
el nombre de "tradicionalismo".
En una primera aproximación, pueden denominarse
como "tradicionalistas" aquellas actitudes y corrientes
religiosas, filosóficas, sociológicas y políticas que no sólo
subrayan el valor y la vigencia de la tradición -de lo recibido
de los que nos precedieron- como criterio de verdad y de
conducta en los más diversos planos de la vida humana, sino que
lo entienden de tal modo que niegan otras fuentes de
conocimiento y cierran el paso a todo cambio o innovación.
No es objeto de este estudio la exposición
detallada del denominado "tradicionalismo filosófico", cuyos
representantes más destacados son de Maistre, de Bonald, de La
Mennais, Bonetty, Ubaghs, y en cierto modo Juan Donoso Cortés
(1809-53), ni del llamado "tradicionalismo político
espiritualista", que ha contado a lo largo de los dos últimos
siglos con figuras tan destacadas como de Blanc-de-St. Bonnet,
Le Play, en Francia; Kettelef y Manning, en Austria; Chesterton
y Belloc, en Gran Bretaña; Carl Schmitt, en Alemania; Kendall y
Wilhelmssen, en Estados Unidos; Menvielle, Galvao de Sousa y
Oswaldo Lira, en la denominada "América hispana" y Magín Ferrer,
Jaume Balmes, Menéndez Pelayo, Villoslada, Manterola, Gabino
Tejado, Aparisi Guijarro, Vázquez de Mella, Marcial Solana,
Victor Pradera, Hernando de Larramendi, Minguijón, Ramiro de
Maeztu, Elías de Tejada, Vallet de Goytisolo y el recientemente
fallecido Alvaro d´Ors en España, sino centrarnos en sus
principales errores.
Obramos de esta forma porque nos parece evidente
que las tesis del tradicionalismo político son bien conocidas en
nuestro entorno cultural por avatares históricos de sobras
conocidos. Es más, puede decirse que las tesis tradicionalistas
siguen muy vivas en los planteamientos socioculturales de no
pocos intelectuales que se autoproclaman -en expresión
ciertamente desafortunada- "pensadores cristianos", que, sin
duda con buena intención y pensando prestar un servicio
impagable a su fe, siguen manteniendo como verdades perennes e
inmutables lo que no dejan de ser meras opiniones culturales
sujetas al libre albedrío.
Nuestro deseo es que esta reflexión -hecha sin
afán alguno de polémica- sobre lo que denominamos "errores del
tradicionalismo" pueda ayudar a estos pensadores a superar los
estrechos moldes de lo que consideran "verdades incuestionables"
y les haga distinguir con mayor precisión entre el grano de la
verdad y la paja de la opinión.
2. Los
errores del tradicionalismo
El principal error que destacamos en el
tradicionalismo es, sin duda, su concepción de la tradición como
herencia cristalizada en una serie de formas culturales que se
suponen propias de un pueblo.
Puede decirse que el tradicionalismo suele
defender en sus tesis políticas tres tradiciones: la Unidad
católica, que es la tradición en el orden religioso y moral; la
Monarquía, tradición fundamental en el orden político; y la
libertad fuerista y regional, que es la tradición democrática
del pueblo. Del respeto a estas tradicionales, es decir, a su
identidad depende su presente y su futuro.
Pues bien, según nos parece, este intento de
perpetuar unas formas culturales determinadas pensadas para un
momento histórico determinado, acaba por impedir al hombre, al
concebirlas como válidas para todo tiempo y lugar, el ejercicio
de su legítima libertad.
El tradicionalismo encierra en sí una profunda
paradoja: la de que encontrándose su raíz en una decisión libre
de los hombres en un momento determinado, acaba por cerrar esta
posibilidad –o al menos lo intenta- para los hombres que vendrán
en el futuro.
El pensamiento tradicionalista une, en su
concepción sociopolítica, fe y cultura, lo que constituye, según
nos parece, el error más notable de las concepciones
tradicionalistas, que tan arraigadas están aún en la mal llamada
"cultura católica". Para el pensador tradicionalista, a una sola
fe verdadera corresponde una sola cultura verdadera. El término
católico no se circunscribe a la fe, sino que se extiende a la
cultura. Ésta es concebida así como un cuerpo homogéneo y
monolítico que se deriva necesariamente de las proposiciones de
fe definidas por el Magisterio de la Iglesia. La confusión es
tan notoria y ha comportado tan funestas consecuencias para la
propia fe que es de todo punto necesario intentar precisar la
cuestión.
La fe cristiana, tal como viene expresada por
los dogmas que la constituyen, es un conjunto de verdades
esenciales reveladas por Dios al hombre que precisan ser
llevadas a la práctica, encarnadas en la vida: la vivencia de la
fe cristiana es lo que habitualmente se denomina una vida de fe
o vivir de fe. Esta vivencia de la fe por el hombre implica la
necesidad de verterla en categorías culturales para convertirla
de este modo en pauta de comportamiento diario, de ese
vivir-en-el-tiempo que es la Historia. La inmutabilidad de la fe
no supone en modo alguno una correspondiente inmutabilidad en
las categorías culturales. Éstas podrán ser cambiantes. Lo único
que se exige a la cultura es que sea coherente con la fe. Lo
contrario podría dar lugar a una especie de esquizofrenia
imposible de resistir a la larga.
Lo que no debe olvidarse nunca es que la noción
básica cultural cristiana es que el hombre es libre. Libre ha
sido creado por Dios y si bien puede perder su libertad obrando
en contra de su dignidad de Hijo de Dios, puede recuperarla
adaptando su conducta al querer divino.
Otro error característico del tradicionalismo es
negar el valor de la razón individual en su búsqueda y
descubrimiento de la verdad.
Según la concepción tradicionalista, la vida
humana debe ajustarse siempre a unas pautas únicas de
comportamiento. De esta forma se excluye, implícitamente, el
pluralismo cultural. En el fondo, se desconfía de la posibilidad
de la razón humana para descubrir y adecuar su conducta a la
verdad. La persona debe ser tutelada, protegida, dirigida en sus
preferencias sociales, culturales y políticas porque si no obra
en concordancia con la Tradición se aparta del camino correcto.
Pues bien, frente a esta concepción, nosotros
afirmaríamos que bien puede decirse que actualmente,
medianamente superados los embates de la ideología religiosa
protestante y el secularismo, al que conduce necesariamente el
libre examen y la libertad de conciencia, en medio de las duras
agitaciones externas del recién estrenado siglo XXI, la realidad
de la libertad cristiana vuelve a hacerse plenamente patente con
todas las gloriosas exigencias prácticas que lleva consigo.
Yerra también el tradicionalismo cuando
contrapone la libertad y orden. Para el pensamiento
tradicionalista, la responsabilidad se antepone a la libertad y
no ésta a aquélla. Precisamente el carácter primigenio de la
libertad es lo que, para la filosofía tradicionalista, genera el
desorden en la naturaleza humana, que se pone de relieve
especialmente en la propia cultura actual.
Pues bien, puede sostenerse sin temor que orden
y libertad no se oponen en absoluto. Es más, según nos parece,
sin libertad no puede hablarse de orden. Todo debe ordenarse
para que el hombre pueda ser libre, para que pueda vivir mejor y
más intensamente su libertad.
Es necesario reconocer la necesaria, inevitable
libertad que los cristianos deben disponer en su actividad
pública: la actividad cultural del hombre cristiano. Es preciso
aceptar la necesidad pública de la libertad, de la libertad
política. Es más, el cristianismo siempre fue la religión de la
libertad, que propugnó siempre esa libre albedrío personal
íntimo –hondo, verdadero, secreto- del hombre para tratar y
servir a su Dios. Si los cristianos, que son ciudadanos de una
nación, están con el Estado, sin él o contra él, lo estarán
libremente. Y esta libertad pública que su fe les reclama, y les
exige, se ha realizado siempre de ese modo.
También se equivoca el tradicionalismo cuando
propugna un principio rígido de la autoridad depositada en el
Papa y en el Rey como base ideológica de la unión entre el altar
y el trono.
El pensamiento tradicionalista muestra una
concepción antigua y superada de una supuesta y necesaria
alianza entre la Iglesia y el poder político.
Para el tradicionalismo, hay naciones que deben
ser católicas porque ésa es su esencia y su tradición. De esto
depende su grandeza y el cumplimiento de su misión histórica.
Pues bien, puede decirse que esta unión íntima
entre la Iglesia y el poder político es una amenaza para la
libertad humana. No podemos aceptar que la relación que ha de
mantener la Iglesia sea la de apuntalar el poder político, como
si la Iglesia tuviese que custodiarlo. Más bien diríamos que la
Iglesia, ha de vivificar la sociedad para que luego ésta –es
decir, los hombres individuales que la constituyen- opten por lo
que estimen más conveniente. De ahí que deba admitirse, de forma
sincera y con todas sus radicales consecuencias, un principio
básico: el de la libertad religiosa que, según nos parece, el
pensamiento tradicionalista admite con muchas reticencias.
En nuestra opinión, el tradicionalismo es un
modo sentimental de considerar las cosas, que descansa en la
convicción de que la misión de la Iglesia es apuntalar una
potestad comprometida a defender la religión como modo de
afianzar su propio poder sobre la sociedad.
Asimismo, otro de las equivocaciones más
notables del tradicionalismo es esa concepción moralista que
pone el acento en una piedad meramente externa y oficial
El tradicionalismo se muestra en sus escritos
políticos en clara sintonía con esas formas externas de piedad
que en las naciones confesionales se popularizaron y que en
tantos lugares rozaron con un formal puritanismo. Aunque con
buena intención, los autores tradicionalistas incurren en un
moralismo que con razón ha sido tan denostado.
Cuando el tradicionalista habla de recuperar los
valores cristianos suele aludir de manera primordial a esta
moralidad meramente externa, a este moralismo que, según nos
parece, adolece de una notable estrechez de miras. No se percibe
–y no faltan razones para comprender por qué se incurre en este
error- que los valores cristianos son siempre personales,
manifestación de la libertad del hombre, y no imposición del
poder; que la vivencia de estos valores no está nunca
garantizada por su imposición por parte de un gobierno, por
confesional que éste sea. La sociedad -y, por tanto, a la larga
también el gobierno que la rige- es tarea de la libertad de los
hombres; y no a la inversa.
Constituye también un error del tradicionalismo
su notorio desinterés por la política en sí misma y su apuesta
por un gobierno fuerte que supere la tibieza de la discusión
política
Puede decirse que al tradicionalismo no le
interesa la política en sí misma. La política –consecuencia
inevitable de la pluralidad de opiniones dentro de la vida
pública- resulta algo sencillamente detestable, una especie de
conjunto de todos los males.
Debe remarcarse que en la concepción política
tradicionalista son objeto de especial rechazo -en muchos casos
disimulado a duras penas- lo que suele entenderse como “peligros
democráticos”, entre los cuales destaca el más peligroso factor
de desunión y división: los partidos políticos. Que tal modo de
entender las cosas suponga, además, la negación de la libertad
personal y de la primacía de la vida social sobre el dirigismo
del gobierno civil, no parece ser tenido en cuenta.
Otro de los errores más significativos del
tradicionalismo es su defensa de un confesionalismo de Estado
incompatible con las bases de una verdadera libertad religiosa.
No puede decirse con rigor que el
tradicionalismo defienda planteamientos clericales, pero sí
propone, siempre como opción perfectamente válida, el
confesionalismo de Estado. Es evidente que el pensamiento
tradicionalista se inclina personalmente por este modelo
político-religioso que, a nuestro modo de ver, no es, bajo
ningún punto de vista deseable ni para el Estado ni para la
propia Iglesia.
No se ve cómo puede evitarse el clericalismo en
un Estado confesionalmente católico como el que propone
implícitamente el pensamiento tradicionalista, más aún si no se
asumen los planteamientos últimos a los que conduce la
afirmación plena de la libertad personal.
No puede aceptarse en el pensamiento
tradicionalista ese intento subyacente de identificar sus ideas
políticas particulares –por respetables que sean- con una
pretendida doctrina única de la fe de la Iglesia sobre la
actividad temporal de los católicos.
No nos llamemos a engaño, el catolicismo, con o
contra el Estado, no puede vivir más que donde vive por sí
mismo, es decir, en el interior de las conciencias. Si se
establece como institución, o no subsiste más que como hecho
sociocultural, está condenado a la muerte. Es necesario repetir
a los católicos tradicionalistas que jamás resolverán un
problema religioso resolviendo un problema político. Pretender
como solución un gobierno de fuerza políticamente conservador y
de corte católico –que aún tantos tradicionalistas locamente
anhelan- sería absolutamente ruinoso, no sólo para el Estado,
sino especialmente para la religión. Más tarde o más temprano
esa sociedad a la que se hubiera intentado imponer los gestos de
una fe no vivida se rebelaría justísimamente contra lo que no
sería sino un acto de violencia contra la inviolable libertad de
las conciencias.
Otro notable error del tradicionalismo es su
rechazo del sistema democrático por considerarlo hijo del
liberalismo revolucionario.
Como hemos apuntado ya, el pensamiento
tradicionalista mira con recelo el sistema democrático, ya que,
según su concepción, perpetúa los errores del liberalismo
clásico, condenado por la Iglesia en tantas ocasiones.
El rechazo del tradicionalismo de la democracia
como sistema político no proviene de unas preferencias políticas
determinadas, sino de un rechazo radical del liberalismo. La
democracia se entiende como una consecuencia del pensamiento
liberal. Si éste es rechazable de forma absoluta, la democracia
también debe de ser rechazada.
Nuevamente se produce, a nuestro modo de ver, un
reduccionismo. La democracia, como sistema político, no implica
necesariamente la aceptación del error liberal principal, que no
es otro que el de una mal entendida libertad de conciencia, que
entroniza el relativismo escéptico.
El error consiste en no distinguir adecuadamente
entre “libertad de conciencia” y “libertad de las conciencias”.
En realidad, la libertad de las conciencias no es sino la
verdadera libertad de conciencia. Condicionamientos históricos,
determinadas formas de hablar consagradas por el uso, han hecho
sin embargo precisa la acuñación del nuevo concepto de libertad
de las conciencias. La libertad de las conciencias indica, no
que la conciencia humana sea autónoma en su constitución, sino
que debe ser respetada en su ejercicio autónomo.
Otro de los errores más significativos del
tradicionalismo es la atribución a enemigos externos de la
tradición y, por tanto de la religión, de todos los males de la
civilización occidental
Según venimos diciendo, para el pensamiento
tradicionalista el gran mal es el liberalismo, una doctrina
funesta que ha olvidado la tradición e historia de los
denominados "pueblos cristianos".
Si tuviésemos que identificar las causas de la
decadencia de la civilización occidental, según el sentir de los
tradicionalistas, podríamos destacar las siguientes: el olvido
de la tradición y de la historia; el prurito de copiar
servilmente lo de fuera en letras, leyes y costumbres; la
incomprensión de los problemas de cada momento; la inconstancia
de las situaciones políticas; el sentido plebeyo de las
democracias; la farsa del parlamentarismo y la mentira del
sufragio; la falta de formación de una conciencia nacional y la
desorientación en lo internacional; el ventajismo y la cuquería
en política; el morbo de los nacionalismos particularistas y su
opuesto de un Estado-cuadrícula, desconocedor de los contornos y
relieves del cuerpo nacional; la rigidez de la estructura
económica de corte liberal; la falta de adaptación, de actividad
y de estrategia del apostolado sacerdotal; la corrupción
enervadora de las costumbres; la otra corrupción, peor tal vez,
del pensamiento por las locas libertades de cátedra, tribuna y
prensa; la formación defectuosa de la conciencia popular sobre
los problemas de la vida social y los deberes que importan; y,
sobre todo, la falta de un gobierno fuerte, tal vez el problema
más grave en la vida nacional.
Para los tradicionalistas, los egoísmos y las
rivalidades han arrinconado sistemáticamente a los hombres de
valía, mientras que la ambición y la audacia han levantado a
otros escasos de talento, que si han carecido de cabeza y de
puño para los menesteres de un gobierno paternal y severo a un
tiempo, han sido magníficos peones de un internacionalismo que
es la antítesis del espíritu tradicional de la civilización
cristiana occidental.
Para una mentalidad tradicionalista, que no
considera el valor de la libertad en la acción social y no
percibe la multiplicidad de respuestas que permite y exige una
realidad densa y rica, todo cambio no puede tener su origen sino
en ocultas conspiraciones que tratan de eliminar el
comportamiento cultural único, que -a su entender- se deriva
forzosamente de la única fe. A esto hay que añadir que con gran
frecuencia esta mentalidad tradicionalista supone una visión
considerablemente idealizada de la realidad. La civilización
occidental medieval nunca fue como los pensadores
tradicionalistas suponen que fue. Distinta cuestión es que a
ellos les guste que así hubiera sido y así continuara siendo.
Puede señalarse también como grave error del
tradicionalismo un autoritarismo que proviene de una concepción
verticalista del poder social
El pensamiento tradicionalista presenta una
concepción sociopolítica que busca estructurar desde arriba la
sociedad, imponer desde el poder un orden adecuado. El
tradicionalismo muestra siempre un talante autoritario, hasta el
punto de que lo más importante es que la potestad sea fuerte,
puesto que su legitimidad deriva, en primer lugar, del
mantenimiento del orden social.
No puede negarse que el tradicionalista se afana
por conseguir una ordenación justa de la sociedad, pero esta
justicia es concebida como una situación estática que para
mantenerse precisará de una potestad fuerte dispuesta a no
permitir variaciones en la estructura de la sociedad, es decir,
a mantener el orden público tradicional.
Nosotros diríamos que el tradicionalismo es una
utopía. Encierra en sí, aún coexistiendo con la mejor buena
voluntad, todo el cínico naturalismo de Maquiavelo y todo el
pesimismo radical de Lutero, especialmente en lo que hace
referencia a su concepto de legitimidad. Aún a pesar del rechazo
explícito que los autores tradicionalistas hacen de las
concepciones maquiavélicas y luteranas, no reparan en que se
hacen presentes en ese tradicionalismo que gusta presentarse
como "Estado confesional católico".
En realidad, para el tradicionalista lo que
importa de verdad es el poder. Sólo el poder ejercido con
firmeza desde arriba garantiza la persistencia de la estructura
social. La justicia de esta estructura nada tiene que ver con el
esfuerzo de cada hombre por asegurarla, desarrollarla u oponerse
a ella en nombre de otra cosa, de una manera distinta de
entender lo que ha de ser la sociedad. En “beneficio” del
individuo, la potestad lo decide todo. Del individuo sólo se
espera que acepte y haga suya la organización social en la que
nace y con la que se encuentra. Para el culturalismo
tradicionalista, la sociedad firmemente estructurada por y desde
el poder constituido lo es todo: el hombre, el hombre concreto,
nada.
Es característico también del tradicionalismo
atribuir la denominada “apostasía de las masas” a los enemigos
de la religión.
Según hemos señalado ya, los tradicionalistas
atribuyen la situación actual de la fe en los países civilizados
a los enemigos de la religión. Es una forma de ver fuera lo que,
en germen, está dentro. Siempre es más cómodo no examinar los
propios errores que atribuírselos en su totalidad a malignos
agentes exteriores (los caudillos socialistas o liberales, la
prensa revolucionaria, los sindicatos de clase, la masonería, la
sinarquía internacional, etc..). Si el mal procede de las
maniobras políticas de los adversarios, la forma de curarlo será
mediante las correspondientes maniobras políticas de signo
contrario.
Pero no es así. Es un hecho que el
tradicionalismo, anclado en unas concepciones culturales
estáticas y válidas para todo tiempo y lugar, no vio en su
momento, como tampoco ve ahora, que el problema es precisamente
ese fijismo cultural que propugna y que es incapaz de dar
respuesta a problemas nuevos.
Esa llamada “apostasía de las masas” tiene su
causa principal no en los enemigos de la religión, sino en la
propia incomprensión que de los nuevos tiempos tienen los
propios católicos, aferrados a una concepción cultural
fosilizada: el tradicionalismo. Fueron los "católicos
representativos” los que olvidaron, en su momento, la gran
miseria de las clases populares, los que se opusieron a los
sindicatos de que se valieron los trabajadores para mejorar su
terrible postergación laboral y humana y los que se opusieron a
mejoras sociales justas en sí mismas. No es extraño que el
obrero viera en estos católicos “representativos” que así lo
trataban a la misma Iglesia y de ahí que renegara de ésta.
Fueron los propios patronos agrícolas o industriales católicos
los que aceptaron como verdad intangible los principios de la
economía liberal sin valorar lo que implicaban. Estos principios
liberales que entronizaban el beneficio material y olvidaban la
persona no son, como tantas veces se pretende, asépticos, ni su
aceptación algo inexcusable para poder desenvolverse en una
pretendida “economía moderna”.
Las inhumanas consecuencias derivadas de esa
particular forma de entender la economía que dimanan de la
concepción cultural impuesta por el liberalismo económico fueron
consideradas como inevitables por un mundo católico
culturalmente tradicionalista. Esta carencia de orientación
cultural adecuada impidió que las masas obreras campesinas e
industriales encontrasen respaldo en quienes debieron habérselo
brindado. Los católicos no supieron lo que pasaba. Con la mejor
buena voluntad, se intentaron remediar situaciones concretas sin
percibir que se estaba ante un descontento justísimo, ante una
vulneración flagrante de los más elementales principios de
solidaridad entre los hombres. El mundo católico tradicionalista
no percibió el profundo cambio social que se estaba produciendo
y al que no podía hacerse frente con soluciones superficiales.
Así pues, es a esa mentalidad tradicionalista a
la que cabe atribuir esa llamada “apostasía de las masas” que
vio en la religión un enemigo y la combatió, en muchos casos,
con la violencia del desesperado. Quizás haya que concluir que,
en no pocas ocasiones, hemos sido nosotros, los católicos, aún
sin saberlo, los mayores enemigos de nuestra fe.
Asimismo, es un importante error del
tradicionalismo considerar como necesario la llamada "unidad
política de los católicos".
Esta “unión de los católicos” ha de procurar no
sólo que los católicos actúen unidos ante las complicaciones
político-religiosas actuales, sino también a introducir las
manifestaciones de modernización, de puesta al día, que se
estimen necesarias. Para el tradicionalismo, la coincidencia de
objetivos de alguna forma contradictorios, que en el fondo no
traslucirían más que una mayor libertad de espíritu y acción
sociales, haría chirriar esa deseable “unión católica” y
acabaría, en definitiva, por disolverla. Esta “unión de los
católicos” ha de respetar siempre los principios de una recta
política.
Pues bien, para el tradicionalismo los
principios fundamentales de la recta política no son el respecto
a la libertad de la conciencia cristiana rectamente formada a la
luz de la ley de Dios, sino que incluyen la defensa de unas
determinadas formas culturales.
Pues bien, nosotros diríamos que sin duda la
“unidad religiosa” es un bien, siempre que sea correctamente
entendida. No se trata de imponerla desde arriba, sino de que
surja espontáneamente de unas comunes creencias sentidas y
vividas en todas y cada una de las conciencias de los ciudadanos
que integran una nación. Por eso, esta unidad sólo podría
conseguirse en la medida en que todos los hombres integrados en
la sociedad –o al menos, una parte muy considerable de ellos-
fueran personalmente cristianos y capaces, a partir de sus
convicciones religiosas y pacíficamente, de ordenar la
organización estatal de acuerdo con sus creencias. Es ilusión
vana del tradicionalismo el pretender que tal “unidad religiosa”
debe partir tan sólo de una decisión unilateral y autoritaria
del Estado.
Por eso, no podemos admitir los planteamientos
tradicionalistas. A nuestro modo de ver, aún hoy es preciso
purificar, poner al día la fe de siempre, limpiándola de un
tradicionalismo del que el clericalismo tiene culpa no pequeña.
La religión no puede ser administrada como un
sedante, como un adormecedor ante los sufrimientos físicos o
morales de tantos y tantos hombres que padecen y han padecido
injustas persecuciones económicas, políticas y sociales por
parte de los poderosos. Puede ser que quien así obra lo haga con
una intención recta, pero el resultado ha sido y es deplorable.
La religión cristiana no es un tranquilizante, sino un
despertador. Si la religión adormece más que despierta las
conciencias de los hombres, la consecuencia inevitable es la
descomposición y la corrupción de esa misma fe a la que se dice
defender y a la que –seguramente de buena fe- se hiere
mortalmente.
3.
epílogo
A modo de conclusión de lo expuesto en esta
ponencia, ofrecemos las siguientes proposiciones que resumen
nuestra crítica al pensamiento tradicionalista.
·
La Tradición no puede ser concebida como una herencia
cristalizada en una serie de formas culturales que se suponen
propias de un pueblo. La "unidad católica" en la actuación
pública, la monarquía en el orden político y el foralismo en el
orden social son meras formas culturales que en modo alguno
pueden ser concebidas como válidas para todo tiempo y lugar.
·
Es un error grave pretender ligar unívocamente fe y
cultura. La inmutabilidad de la fe no supone en absoluto una
inmutabilidad en las categorías culturales. Éstas podrán ser
cambiantes. Lo único que se exige a la cultura es que sea
coherente con la fe.
·
El tradicionalismo pierde de vista el insustituible valor
de la libertad humana por mucho que la afirme. El hombre es
libre para hacer su propia cultura. Esta inalienable libertad no
puede verse disminuida o eliminada por el supuesto valor
perenne de los denominados "valores de la Tradición".
·
El confesionalismo constituye un grave error en la
historia. No puede ser visto como un bien perdido. En un Estado
confesional la manifestación externa de la propia libertad queda
severamente recortada, cuando no anulada por entero.
·
El supuesto paraíso cultural tradicionalista conduce a
una cerrazón mental ante nuevas formas culturales. Cultura y fe
deben armonizarse en el tiempo presente, es decir, en una
Modernidad que presenta –nadie lo duda- errores, pero también
aciertos de un valor incalculable.
·
La razón individual es capaz de buscar y descubrir lo más
conveniente en orden a una justa convivencia. En uso de su
libertad, el hombre puede participar en la búsqueda de
soluciones temporales a los problemas culturales, sociales o
políticos que se le presenten. La vida humana no debe ajustarse
siempre a unas pautas únicas de comportamiento.
·
El pluralismo cultural es un bien a conservar y no puede
sostenerse que el secularismo o el subjetivismo moral procedan
de él. Pluralismo implica libertad, pero no relajación moral ni
comportamientos asociales.
·
La libertad no se opone al orden. De ahí, por tanto, que
la libertad no tenga límites. Es el mal uso de la libertad
personal la que limita la propia libertad. Los otros no sólo no
limitan nuestra libertad, sino que son el cauce para realizarla
plenamente. La libertad implica necesariamente relación, es
decir, debe ser vivida y realizada hacia afuera, hacia los
demás. La libertad en sí misma no resulta peligrosa para el
orden social. Es más, sin libertad no es posible hablar de orden
social.
·
La libertad no es una consecuencia de la responsabilidad.
Es la responsabilidad la que deriva de la libertad, que es lo
primigenio. La libertad exige responsabilidad, pero el acento
debe ponerse en aquélla y no en ésta por más importante que sea.
·
El orden verdadero promueve la libertad. La sociedad debe
ordenarse en vistas a un fin primordial: que el hombre pueda ser
libre, que pueda vivir mejor y más intensamente su libertad.
·
Es necesario reconocer la necesaria e inevitable libertad
que los hombres, sean cristianos o no, tienen en su actividad
pública. Aún más, la libertad pública es una exigencia de la
propia fe cristiana.
·
El tradicionalismo vuelve sus ojos a esquemas culturales
-que nunca volverán- en los que se considera como un ideal la
alianza entre el Trono y el Altar, sin reparar en que esta
concepción sociopolítica implica, en la práctica, la
subordinación de la Iglesia al Estado, con todas las funestas
consecuencias que de ello se derivan.
·
La sociedad no es un reflejo de los gobernantes; sino que
son éstos los que son un reflejo de aquélla. La sociedad no se
construye o estructura de arriba a abajo, sino justamente al
contrario. No puede aceptarse como verdad que un gobierno
monárquico asegure el orden y la justicia social más que otras
formas políticas.
·
El advenimiento de un poder fuerte y respetuoso con los
"valores de la tradición" no es en absoluto un presupuesto
necesario para lograr la revitalización –o recristianización- de
la sociedad. Esta revitalización social debe proceder más bien
de las conciencias particulares que son las que conforman la
sociedad y, en definitiva, el propio gobierno.
·
No es el gobernante -el Príncipe- el que debe decir -e
imponer en su caso- lo que hay que hacer, sino que cada hombre,
con ayuda del Príncipe -si se quiere- y con la de los demás
hombres, tiene que hacer lo que libremente entiende que hay que
hacer.
·
La reforma social debe recaer sobre la sociedad misma.
Compete, por tanto y ante todo, a la capacidad de renovación del
mismo cuerpo social. Al gobernante le corresponde
fundamentalmente reanimar las fuerzas internas del propio tejido
social, es decir, la conciencia de la responsabilidad social,
pero nunca y bajo ningún concepto sustituirla.
·
Los movimientos sociales que pretenden un “progresismo”
unilateral pueden producir trastornos por un cierto apartamiento
del orden social natural, pero también aportan auténticos y
valiosos elementos de renovación que hay que tener en cuenta.
Por otra parte, un “conservadurismo” también unilateral no es en
sí una salvaguarda de una tradición que se estima perenne, sino
más bien un factor perpetuador de deficiencias sociales que
pueden generar -por supuesto sin pretenderlo- un agrio proceso
revolucionario.
·
No hay naciones que deban ser católicas porque ésta sea
su esencia y tradición. La grandeza de una nación ni depende de
la fidelidad a su supuesta “esencia histórica” ni de la
realización de una pretendida misión histórica de carácter
providencial.
·
No puede aceptarse que la relación que ha de mantener la
Iglesia sea la de apuntalar el poder político, como si la
Iglesia tuviese que custodiarlo. Más bien debe sostenerse que la
Iglesia ha de vivificar la sociedad para que luego ésta –es
decir, los hombres individuales que la constituyen- opten por lo
que estimen más conveniente.
·
Los valores cristianos son siempre personales,
manifestación de la libertad del hombre. Por tanto, no deben ser
impuestos desde el poder político. Si así fuese, se incurriría
en un confesionalismo nada deseable que suele degenerar en un
moralismo que pretende reducir la religión a unas meras
prácticas exteriores de comportamiento. La vivencia de los
valores cristianos no está nunca garantizada por su imposición
por parte del gobierno, por confesional que ésta sea.
·
No cabe hablar de una supuesta "edad de oro" en la que
poder político y autoridad de la Iglesia alcanzaron poco menos
que su más plena interacción. Esta visión idealizada de una
época lleva a una añoranza de un pasado en el que se cree
advertir la plenitud de aquello que se pretende defender.
·
La discusión política es necesaria en una sociedad
plural. Por eso, los partidos políticos no son en absoluto
factores de desunión y división, sino manifestación de esa
riqueza de soluciones propia del pluralismo social. El sistema
democrático no es peligroso, sino la forma de gobierno más
adecuada a una sociedad desarrollada en la que se afirma con
fuerza la libertad personal y la primacía de la vida social
sobre el dirigismo estatal.
·
El confesionalismo de Estado es incompatible con una
verdadera libertad religiosa y conduce necesariamente a
planteamientos clericales que relegan a un segundo plano la
libertad personal.
·
No puede aceptarse como verdadero que la
descristianización proceda exclusivamente de fuerzas adversas a
la Iglesia. “Los malos” no son exclusivamente los demás, ni la
defensa de la religión es sinónimo de lucha contra esos
supuestos enemigos. El catolicismo, con o contra el Estado, es
una religión y como tal no puede vivir más que donde vive por sí
mismo, es decir, en el interior de las conciencias. Si se
establece como mera institución, o no subsiste más que como
hecho sociocultural, se le desnaturaliza por completo.
·
No puede confundirse la democracia como sistema de
gobierno con el liberalismo, que es una forma de pensamiento
social y político, que si bien tiene algunos planteamientos
erróneos, son sin duda corregibles.
·
Debe distinguirse en el liberalismo la reclamación lícita
que hace de las libertades públicas y privadas que corresponden
al ciudadano de la perspectiva desde la que las reclama, es
decir, la libertad de conciencia entendida no como respeto a las
creencias ajenas, sino como mero subjetivismo moral.
·
El principio de soberanía popular no sólo no es
rechazable, sino que está implícito en la mejor tradición del
Derecho Natural. Está fuera de toda duda que este pensamiento
influyó e influye, de modo muy especial en el constitucionalismo
anglosajón, en las Constituciones de las democracias modernas y
en sus declaraciones de derechos.
·
Una conciencia bien formada incluye a la vez la
dependencia consciente respecto a Dios y la libertad de opciones
dentro de la vida social. Estas dos ideas no son antagónicas,
sino que la libertad en lo temporal se asienta o deriva del
hecho mismo de que Dios ha creado al hombre libre y le ha hecho
dueño de lo creado incitándole a tomar posesión de ello. La
sociedad debe reorganizarse desde la sociedad misma, es decir,
de “abajo a arriba” y no al margen de la sociedad, es decir, de
“arriba a abajo”.
·
No puede identificarse el “ser español” con el “ser
católico”. No hay una forma tradicional de “ser español”, ni el
catolicismo forma parte de la esencia de “lo español”. Si malo
es identificar “lo católico” con “lo español”, peor aún es
identificar “lo católico” con los dogmas culturales de la
Tradición.
·
La verdad no puede imponerse desde posiciones de fuerza
ni la legitimidad de la potestad deriva, en primer lugar, del
mantenimiento del “orden social”. No es un modelo social
aceptable aquél que intenta imponer una justicia estática a
través de una potestad fuerte dispuesta a no permitir
variaciones en la estructura de la sociedad. Esto no es orden
público, sino imposición pública.
·
Lo que se ha dado en llamar, no sin un cierto
tremendismo, la “apostasía de las masas” tiene su causa
principal no en los enemigos de la religión, sino en la propia
incomprensión de los nuevos tiempos por parte de los propios
católicos, aferrados a una concepción cultural fosilizada como
es el tradicionalismo.
·
La unidad de los católicos en los terrenos políticos,
sociales y culturales no es en absoluto algo deseable. Por tanto
-y entiéndasenos bien- no cabe afirmar con rigor que existan
partidos políticos católicos, ni instituciones católicas, ni
arte católico, ni literatura católica, ni épocas católicas, ni
naciones católicas. Propiamente, sólo son católicas las
conciencias.
·
La “unidad religiosa” es un bien siempre que sea
correctamente entendida. Es un bien si con esta expresión se
alude a unas comunes creencias sentidas y vividas en todas y
cada una de las conciencias de los ciudadanos que integran una
nación, pero es un mal si se pretende que tal “unidad religiosa”
parta de una decisión unilateral y autoritaria del Estado, es
decir, si hace referencia a una oficialidad de la religión.
lúdico o mercantilista.
·
Ni España, ni ninguna otra de las mal llamadas "naciones
católicas" tiene misión histórica alguna encargada por la
Providencia. La Providencia divina no hace referencia a fines
nacionales, culturales ni políticos.
·
La principal dificultad para aceptar la manera cristiana
–y por tanto libre- de entender la vida personal y la Historia
proviene con frecuencia del olvido de la razón. En no pocas
ocasiones el hombre no organiza la vida social y personal sobre
la base de una concepción racional de la vida, capaz de orientar
la acción libre de su voluntad, sino mediante la fuerza y la
violencia de un sentimiento ciego, que no entiende de razones.
·
La violencia no es una vía acertada para garantizar el
orden, ni la verdad debe defenderse con la armas en la mano. El
discurso siempre beligerante del tradicionalismo, que no ahorra
descalificaciones hacia el pacifismo, nos parece rechazable. Es
más, nosotros diríamos que el pacifismo es algo loable, que
proviene precisamente del horror a las confrontaciones bélicas.
Nos parece que los católicos, huyendo de falsos
sentimentalismos, deben colocarse siempre junto al más débil y
junto a aquéllos que sufren, en todo tiempo y lugar, persecución
inmerecida. No se puede esperar nada del odio, si no es el odio
mismo y la destrucción. A nuestro entender, la acción católica,
no existe, por definición, fuera de la caridad. No hay guerra
justa, ni la justicia puede ser nunca guerrera. Hay que procurar
siempre que se imponga, en la resolución de los inevitables
problemas humanos, lo que podríamos llamar "la amable fuerza de
la paz". |