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Barcelona

20-25 Septiembre 2005

 
 
     
 

LEY Y LIBERTAD:

ÉTICA Y POLÍTICA PARA EL SIGLO XXI

 
 
 
     
 

  

LOS ERRORES DEL TRADICIONALISMO
 
 
 
Dr. Juan Ramón Medina Cepero

Universitat Internacional Catalunya

 

 

Resumen

Se presenta en estas líneas una crítica sistemática de esa corriente de pensamiento conocida con el nombre de "tradicionalismo", que se caracteriza por sostener como criterio de verdad y de conducta una tradición que niega otras fuentes de conocimiento y cierra el paso a todo cambio o innovación. El autor presenta los errores más relevantes de una forma de pensar todavía presente en muchos sectores de nuestra sociedad.

Abstract

We are aferred a systematic crytical review of traditionalism whose main feature is the establishment of tradition as a guideline criteria of truth and behaviour, a tradition which denies other sources of knowledge and hinders any kind of change or evolution turns. The author describes the most relevant mistakes of this way of thinking which has quiet a presence in many areas of our society.

 

1. Presentación

El objeto de esta ponencia es presentar una crítica sistemática de una corriente de pensamiento conocida con el nombre de "tradicionalismo".

En una primera aproximación, pueden denominarse como "tradicionalistas" aquellas actitudes y corrientes religiosas, filosóficas, sociológicas y políticas que no sólo subrayan el valor y la vigencia de la tradición -de lo recibido de los que nos precedieron- como criterio de verdad y de conducta en los más diversos planos de la vida humana, sino que lo entienden de tal modo que niegan otras fuentes de conocimiento y cierran el paso a todo cambio o innovación.

No es objeto de este estudio la exposición detallada del denominado "tradicionalismo filosófico", cuyos representantes más destacados son de Maistre, de Bonald, de La Mennais, Bonetty, Ubaghs, y en cierto modo Juan Donoso Cortés (1809-53), ni del llamado "tradicionalismo político espiritualista", que ha contado a lo largo de los dos últimos siglos con figuras tan destacadas como de Blanc-de-St. Bonnet, Le Play, en Francia; Kettelef y Manning, en Austria; Chesterton y Belloc, en Gran Bretaña; Carl Schmitt, en Alemania; Kendall y Wilhelmssen, en Estados Unidos; Menvielle, Galvao de Sousa y Oswaldo Lira, en la denominada "América hispana" y Magín Ferrer, Jaume Balmes, Menéndez Pelayo, Villoslada, Manterola, Gabino Tejado, Aparisi Guijarro, Vázquez de Mella, Marcial Solana, Victor Pradera, Hernando de Larramendi, Minguijón, Ramiro de Maeztu, Elías de Tejada, Vallet de Goytisolo y el recientemente fallecido Alvaro d´Ors en España, sino centrarnos en sus principales errores.

Obramos de esta forma porque nos parece evidente que las tesis del tradicionalismo político son bien conocidas en nuestro entorno cultural por avatares históricos de sobras conocidos. Es más, puede decirse que las tesis tradicionalistas siguen muy vivas en los planteamientos socioculturales de no pocos intelectuales que se autoproclaman -en expresión ciertamente desafortunada- "pensadores cristianos", que, sin duda con buena intención y pensando prestar un servicio impagable a su fe, siguen manteniendo como verdades perennes e inmutables lo que no dejan de ser meras opiniones culturales sujetas al libre albedrío.

Nuestro deseo es que esta reflexión -hecha sin afán alguno de polémica- sobre lo que denominamos "errores del tradicionalismo" pueda ayudar a estos pensadores a superar los estrechos moldes de lo que consideran "verdades incuestionables" y les haga distinguir con mayor precisión entre el grano de la verdad y la paja de la opinión.

 

 

2. Los errores del tradicionalismo

El principal error que destacamos en el tradicionalismo es, sin duda, su concepción de la tradición como herencia cristalizada en una serie de formas culturales que se suponen propias de un pueblo.

Puede decirse que el tradicionalismo suele defender en sus tesis políticas tres tradiciones: la Unidad católica, que es la tradición en el orden religioso y moral; la Monarquía, tradición fundamental en el orden político; y la libertad fuerista y regional, que es la tradición democrática del pueblo. Del respeto a estas tradicionales, es decir, a su identidad depende su presente y su futuro.

Pues bien, según nos parece, este intento de perpetuar unas formas culturales determinadas pensadas para un momento histórico determinado, acaba por impedir al hombre, al concebirlas como válidas para todo tiempo y lugar, el ejercicio de su legítima libertad.

El tradicionalismo encierra en sí una profunda paradoja: la de que encontrándose su raíz en una decisión libre de los hombres en un momento determinado, acaba por cerrar esta posibilidad –o al menos lo intenta- para los hombres que vendrán en el futuro.

El pensamiento tradicionalista une, en su concepción sociopolítica, fe y cultura, lo que constituye, según nos parece, el error más notable de las concepciones tradicionalistas, que tan arraigadas están aún en la mal llamada "cultura católica". Para el pensador tradicionalista, a una sola fe verdadera corresponde una sola cultura verdadera. El término católico no se circunscribe a la fe, sino que se extiende a la cultura. Ésta es concebida así como un cuerpo homogéneo y monolítico que se deriva necesariamente de las proposiciones de fe definidas por el Magisterio de la Iglesia. La confusión es tan notoria y ha comportado tan funestas consecuencias para la propia fe que es de todo punto necesario intentar precisar la cuestión.

La fe cristiana, tal como viene expresada por los dogmas que la constituyen, es un conjunto de verdades esenciales reveladas por Dios al hombre que precisan ser llevadas a la práctica, encarnadas en la vida: la vivencia de la fe cristiana es lo que habitualmente se denomina una vida de fe o vivir de fe. Esta vivencia de la fe por el hombre implica la necesidad de verterla en categorías culturales para convertirla de este modo en pauta de comportamiento diario, de ese vivir-en-el-tiempo que es la Historia. La inmutabilidad de la fe no supone en modo alguno una correspondiente inmutabilidad en las categorías culturales. Éstas podrán ser cambiantes. Lo único que se exige a la cultura es que sea coherente con la fe. Lo contrario podría dar lugar a una especie de esquizofrenia imposible de resistir a la larga.

Lo que no debe olvidarse nunca es que la noción básica cultural cristiana es que el hombre es libre. Libre ha sido creado por Dios y si bien puede perder su libertad obrando en contra de su dignidad de Hijo de Dios, puede recuperarla adaptando su conducta al querer divino.

Otro error característico del tradicionalismo es negar el valor de la razón individual en su búsqueda y descubrimiento de la verdad.

Según la concepción tradicionalista, la vida humana debe ajustarse siempre a unas pautas únicas de comportamiento. De esta forma se excluye, implícitamente, el pluralismo cultural. En el fondo, se desconfía de la posibilidad de la razón humana para descubrir y adecuar su conducta a la verdad. La persona debe ser tutelada, protegida, dirigida en sus preferencias sociales, culturales y políticas porque si no obra en concordancia con la Tradición se aparta del camino correcto.

Pues bien, frente a esta concepción, nosotros afirmaríamos que bien puede decirse que actualmente, medianamente superados los embates de la ideología religiosa protestante y el secularismo, al que conduce necesariamente el libre examen y la libertad de conciencia, en medio de las duras agitaciones externas del recién estrenado siglo XXI, la realidad de la libertad cristiana vuelve a hacerse plenamente patente con todas las gloriosas exigencias prácticas que lleva consigo.

Yerra también el tradicionalismo cuando contrapone la libertad y orden. Para el pensamiento tradicionalista, la responsabilidad se antepone a la libertad y no ésta a aquélla. Precisamente el carácter primigenio de la libertad es lo que, para la filosofía tradicionalista, genera el desorden en la naturaleza humana, que se pone de relieve especialmente en la propia cultura actual.

Pues bien, puede sostenerse sin temor  que orden y libertad no se oponen en absoluto. Es más, según nos parece, sin libertad no puede hablarse de orden. Todo debe ordenarse para que el hombre pueda ser libre, para que pueda vivir mejor y más intensamente su libertad.

Es necesario reconocer la necesaria, inevitable libertad que los cristianos deben disponer en su actividad pública: la actividad cultural del hombre cristiano. Es preciso aceptar la necesidad pública de la libertad, de la libertad política. Es más, el cristianismo siempre fue la religión de la libertad, que propugnó siempre esa libre albedrío personal íntimo –hondo, verdadero, secreto- del hombre para tratar y servir a su Dios. Si los cristianos, que son ciudadanos de una nación, están con el Estado, sin él o contra él, lo estarán libremente. Y esta libertad pública que su fe les reclama, y les exige, se ha realizado siempre de ese modo.

También se equivoca el tradicionalismo cuando propugna un principio rígido de la autoridad depositada en el Papa y en el Rey como base ideológica de la unión entre el altar y el trono.

El pensamiento tradicionalista muestra una concepción antigua y superada de una supuesta y necesaria alianza entre la Iglesia y el poder político.

Para el tradicionalismo, hay naciones que deben ser católicas porque ésa es su esencia y su tradición. De esto depende su grandeza y el cumplimiento de su misión histórica.

Pues bien, puede decirse que esta unión íntima entre la Iglesia y el poder político es una amenaza para la libertad humana. No podemos aceptar que la relación que ha de mantener la Iglesia sea la de apuntalar el poder político, como si la Iglesia tuviese que custodiarlo. Más bien diríamos que la Iglesia, ha de vivificar la sociedad para que luego ésta –es decir, los hombres individuales que la constituyen- opten por lo que estimen más conveniente. De ahí que deba admitirse, de forma sincera y con todas sus radicales consecuencias, un principio básico: el de la libertad religiosa que, según nos parece, el pensamiento tradicionalista admite con muchas reticencias.

En nuestra opinión, el tradicionalismo es un modo sentimental de considerar las cosas, que descansa en la convicción de que la misión de la Iglesia es apuntalar una potestad comprometida a defender la religión como modo de afianzar su propio poder sobre la sociedad.

Asimismo, otro de las equivocaciones más notables del tradicionalismo es esa concepción moralista que pone el acento en una piedad meramente externa y oficial

El tradicionalismo se muestra en sus escritos políticos en clara sintonía con esas formas externas de piedad que en las naciones confesionales se popularizaron y que en tantos lugares rozaron con un formal puritanismo. Aunque con buena intención, los autores tradicionalistas incurren en un moralismo que con razón ha sido tan denostado.

Cuando el tradicionalista habla de recuperar los valores cristianos suele aludir de manera primordial a esta moralidad meramente externa, a este moralismo que, según nos parece, adolece de una notable estrechez de miras. No se percibe –y no faltan razones para comprender por qué se incurre en este error- que los valores cristianos son siempre personales, manifestación de la libertad del hombre, y no imposición del poder; que la vivencia de estos valores no está nunca garantizada por su imposición por parte de un gobierno, por confesional que éste sea. La sociedad -y, por tanto, a la larga también el gobierno que la rige- es tarea de la libertad de los hombres; y no a la inversa.

Constituye también un error del tradicionalismo su notorio desinterés por la política en sí misma y su apuesta por un gobierno fuerte que supere la tibieza de la discusión política

Puede decirse que al tradicionalismo no le interesa la política en sí misma. La política –consecuencia inevitable de la pluralidad de opiniones dentro de la vida pública- resulta algo sencillamente detestable, una especie de conjunto de todos los males.

Debe remarcarse que en la concepción política tradicionalista son objeto de especial rechazo -en muchos casos disimulado a duras penas- lo que suele entenderse como “peligros democráticos”, entre los cuales destaca el más peligroso factor de desunión y división: los partidos políticos. Que tal modo de entender las cosas suponga, además, la negación de la libertad personal y de la primacía de la vida social sobre el dirigismo del gobierno civil, no parece ser tenido en cuenta.

Otro de los errores más significativos del tradicionalismo es su defensa de un confesionalismo de Estado incompatible con las bases de una verdadera libertad religiosa.

No puede decirse con rigor que el tradicionalismo defienda planteamientos clericales, pero sí propone, siempre como opción perfectamente válida, el confesionalismo de Estado. Es evidente que el pensamiento tradicionalista se inclina personalmente por este modelo político-religioso que, a nuestro modo de ver, no es, bajo ningún punto de vista deseable ni para el Estado ni para la propia Iglesia.

No se ve cómo puede evitarse el clericalismo en un Estado confesionalmente católico como el que propone implícitamente el pensamiento tradicionalista, más aún si no se asumen los planteamientos últimos a los que conduce la afirmación plena de la libertad personal.

No puede aceptarse en el pensamiento tradicionalista ese intento subyacente de identificar sus ideas políticas particulares –por respetables que sean- con una pretendida doctrina única de la fe de la Iglesia sobre la actividad temporal de los católicos.

No nos llamemos a engaño, el catolicismo, con o contra el Estado, no puede vivir más que donde vive por sí mismo, es decir, en el interior de las conciencias. Si se establece como institución, o no subsiste más que como hecho sociocultural, está condenado a la muerte. Es necesario repetir a los católicos tradicionalistas que jamás resolverán un problema religioso resolviendo un problema político. Pretender como solución un gobierno de fuerza políticamente conservador y de corte católico –que aún tantos tradicionalistas locamente anhelan- sería absolutamente ruinoso, no sólo para el Estado, sino especialmente para la religión. Más tarde o más temprano esa sociedad a la que se hubiera intentado imponer los gestos de una fe no vivida se rebelaría justísimamente contra lo que no sería sino un acto de violencia contra la inviolable libertad de las conciencias. 

Otro notable error del tradicionalismo es su rechazo del sistema democrático por considerarlo hijo del liberalismo revolucionario.

Como hemos apuntado ya, el pensamiento tradicionalista mira con recelo el sistema democrático, ya que, según su concepción, perpetúa los errores del liberalismo clásico, condenado por la Iglesia en tantas ocasiones.

El rechazo del tradicionalismo de la democracia como sistema político no proviene de unas preferencias políticas determinadas, sino de un rechazo radical del liberalismo. La democracia se entiende como una consecuencia del pensamiento liberal. Si éste es rechazable de forma absoluta, la democracia también debe de ser rechazada.

Nuevamente se produce, a nuestro modo de ver, un reduccionismo. La democracia, como sistema político, no implica necesariamente la aceptación del error liberal principal, que no es otro que el de una mal entendida libertad de conciencia, que entroniza el relativismo escéptico.

El error consiste en no distinguir adecuadamente entre “libertad de conciencia” y “libertad de las conciencias”. En realidad, la libertad de las conciencias no es sino la verdadera libertad de conciencia. Condicionamientos históricos, determinadas formas de hablar consagradas por el uso, han hecho sin embargo precisa la acuñación del nuevo concepto de libertad de las conciencias. La libertad de las conciencias indica, no que la conciencia humana sea autónoma en su constitución, sino que debe ser respetada en su ejercicio autónomo.

Otro de los errores más significativos del tradicionalismo es la atribución a enemigos externos de la tradición y, por tanto de la religión, de todos los males de la civilización occidental

Según venimos diciendo, para el pensamiento tradicionalista el gran mal es el liberalismo, una doctrina funesta que ha olvidado la tradición e historia de los denominados "pueblos cristianos".

Si tuviésemos que identificar las causas de la decadencia de la civilización occidental, según el sentir de los tradicionalistas, podríamos destacar las siguientes: el olvido de la tradición y de la historia; el prurito de copiar servilmente lo de fuera en letras, leyes y costumbres; la incomprensión de los problemas de cada momento; la inconstancia de las situaciones políticas; el sentido plebeyo de las democracias; la farsa del parlamentarismo y la mentira del sufragio; la falta de formación de una conciencia nacional y la desorientación en lo internacional; el ventajismo y la cuquería en política; el morbo de los nacionalismos particularistas y su opuesto de un Estado-cuadrícula, desconocedor de los contornos y relieves del cuerpo nacional; la rigidez de la estructura económica de corte liberal; la falta de adaptación, de actividad y de estrategia del apostolado sacerdotal; la corrupción enervadora de las costumbres; la otra corrupción, peor tal vez, del pensamiento por las locas libertades de cátedra, tribuna y prensa; la formación defectuosa de la conciencia popular sobre los problemas de la vida social y los deberes que importan; y, sobre todo, la falta de un gobierno fuerte, tal vez el problema más grave en la vida nacional.

Para los tradicionalistas, los egoísmos y las rivalidades han arrinconado sistemáticamente a los hombres de valía, mientras que la ambición y la audacia han levantado a otros escasos de talento, que si han carecido de cabeza y de puño para los menesteres de un gobierno paternal y severo a un tiempo, han sido magníficos peones de un internacionalismo que es la antítesis del espíritu tradicional de la civilización cristiana occidental.

Para una mentalidad tradicionalista, que no considera el valor de la libertad en la acción social y no percibe la multiplicidad de respuestas que permite y exige una realidad densa y rica, todo cambio no puede tener su origen sino en ocultas conspiraciones que tratan de eliminar el comportamiento cultural único, que -a su entender- se deriva forzosamente de la única fe. A esto hay que añadir que con gran frecuencia esta mentalidad tradicionalista supone una visión considerablemente idealizada de la realidad. La civilización occidental medieval nunca fue como los pensadores tradicionalistas suponen que fue. Distinta cuestión es que a ellos les guste que así hubiera sido y así continuara siendo.

Puede señalarse también como grave error del tradicionalismo un autoritarismo que proviene de una concepción verticalista del poder social

El pensamiento tradicionalista presenta una concepción sociopolítica que busca estructurar desde arriba la sociedad, imponer desde el poder un orden adecuado. El tradicionalismo muestra siempre un talante autoritario, hasta el punto de que lo más importante es que la potestad sea fuerte, puesto que su legitimidad deriva, en primer lugar, del mantenimiento del orden social.

No puede negarse que el tradicionalista se afana por conseguir una ordenación justa de la sociedad, pero esta justicia es concebida como una situación estática que para mantenerse precisará de una potestad fuerte dispuesta a no permitir variaciones en la estructura de la sociedad, es decir, a mantener el orden público tradicional. 

Nosotros diríamos que el tradicionalismo es una utopía. Encierra en sí, aún coexistiendo con la mejor buena voluntad, todo el cínico naturalismo de Maquiavelo y todo el pesimismo radical de Lutero, especialmente en lo que hace referencia a su concepto de legitimidad. Aún a pesar del rechazo explícito que los autores tradicionalistas hacen de las concepciones maquiavélicas y luteranas, no reparan en que se hacen presentes en ese tradicionalismo que gusta presentarse como "Estado confesional católico".

En realidad, para el tradicionalista lo que importa de verdad es el poder. Sólo el poder ejercido con firmeza desde arriba garantiza la persistencia de la estructura social. La justicia de esta estructura nada tiene que ver con el esfuerzo de cada hombre por asegurarla, desarrollarla u oponerse a ella en nombre de otra cosa, de una manera distinta de entender lo que ha de ser la sociedad. En “beneficio” del individuo, la potestad lo decide todo. Del individuo sólo se espera que acepte y haga suya la organización social en la que nace y con la que se encuentra. Para el culturalismo tradicionalista, la sociedad firmemente estructurada por y desde el poder constituido lo es todo: el hombre, el hombre concreto, nada.

Es característico también del tradicionalismo atribuir la denominada “apostasía de las masas” a los enemigos de la religión.

Según hemos señalado ya, los tradicionalistas atribuyen la situación actual de la fe en los países civilizados a los enemigos de la religión. Es una forma de ver fuera lo que, en germen, está dentro. Siempre es más cómodo no examinar los propios errores que atribuírselos en su totalidad a malignos agentes exteriores (los caudillos socialistas o liberales, la prensa revolucionaria, los sindicatos de clase, la masonería, la sinarquía internacional, etc..). Si el mal procede de las maniobras políticas de los adversarios, la forma de curarlo será mediante las correspondientes maniobras políticas de signo contrario.

Pero no es así. Es un hecho que el tradicionalismo, anclado en unas concepciones culturales estáticas y válidas para todo tiempo y lugar, no vio en su momento, como tampoco ve ahora, que el problema es precisamente ese fijismo cultural que propugna y que es incapaz de dar respuesta a problemas nuevos.

Esa llamada “apostasía de las masas” tiene su causa principal no en los enemigos de la religión, sino en la propia incomprensión que de los nuevos tiempos tienen los propios católicos, aferrados a una concepción cultural fosilizada: el tradicionalismo. Fueron los "católicos representativos” los que olvidaron, en su momento, la gran miseria de las clases populares, los que se opusieron a los sindicatos de que se valieron los trabajadores para mejorar su terrible postergación laboral y humana y los que se opusieron a mejoras sociales justas en sí mismas. No es extraño que el obrero viera en estos católicos “representativos” que así lo trataban a la misma Iglesia y de ahí que renegara de ésta. Fueron los propios patronos agrícolas o industriales católicos los que aceptaron como verdad intangible los principios de la economía liberal sin valorar lo que implicaban. Estos principios liberales que entronizaban el beneficio material y olvidaban la persona no son, como tantas veces se pretende, asépticos, ni su aceptación algo inexcusable para poder desenvolverse en una pretendida “economía moderna”.

Las inhumanas consecuencias derivadas de esa particular forma de entender la economía que dimanan de la concepción cultural impuesta por el liberalismo económico fueron consideradas como inevitables por un mundo católico culturalmente tradicionalista. Esta carencia de orientación cultural adecuada impidió que las masas obreras campesinas e industriales encontrasen respaldo en quienes debieron habérselo brindado. Los católicos no supieron lo que pasaba. Con la mejor buena voluntad, se intentaron remediar situaciones concretas sin percibir que se estaba ante un descontento justísimo, ante una vulneración flagrante de los más elementales principios de solidaridad entre los hombres. El mundo católico tradicionalista no percibió el profundo cambio social que se estaba produciendo y al que no podía hacerse frente con soluciones superficiales.

Así pues, es a esa mentalidad tradicionalista a la que cabe atribuir esa llamada “apostasía de las masas” que vio en la religión un enemigo y la combatió, en muchos casos, con la violencia del desesperado. Quizás haya que concluir que, en no pocas ocasiones, hemos sido nosotros, los católicos, aún sin saberlo, los mayores enemigos de nuestra fe.

Asimismo, es un importante error del tradicionalismo considerar como necesario la llamada "unidad política de los católicos".

Esta “unión de los católicos” ha de procurar no sólo que los católicos actúen unidos ante las complicaciones político-religiosas actuales, sino también a introducir las manifestaciones de modernización, de puesta al día, que se estimen necesarias. Para el tradicionalismo, la coincidencia de objetivos de alguna forma contradictorios, que en el fondo no traslucirían más que una mayor libertad de espíritu y acción sociales, haría chirriar esa deseable “unión católica” y acabaría, en definitiva, por disolverla. Esta “unión de los católicos” ha de respetar siempre los principios de una recta política.

Pues bien, para el tradicionalismo los principios fundamentales de la recta política no son el respecto a la libertad de la conciencia cristiana rectamente formada a la luz de la ley de Dios, sino que incluyen la defensa de unas determinadas formas culturales.

Pues bien, nosotros diríamos que sin duda la “unidad religiosa” es un bien, siempre que sea correctamente entendida. No se trata de imponerla desde arriba, sino de que surja espontáneamente de unas comunes creencias sentidas y vividas en todas y cada una de las conciencias de los ciudadanos que integran una nación. Por eso, esta unidad sólo podría conseguirse en la medida en que todos los hombres integrados en la sociedad –o al menos, una parte muy considerable de ellos- fueran personalmente cristianos y capaces, a partir de sus convicciones religiosas y pacíficamente, de ordenar la organización estatal de acuerdo con sus creencias. Es ilusión vana del tradicionalismo el pretender que tal “unidad religiosa” debe partir tan sólo de una decisión unilateral y autoritaria del Estado.

Por eso, no podemos admitir los planteamientos tradicionalistas. A nuestro modo de ver, aún hoy es preciso purificar, poner al día la fe de siempre, limpiándola de un tradicionalismo del que el clericalismo tiene culpa no pequeña.

La religión no puede ser administrada como un sedante, como un adormecedor ante los sufrimientos físicos o morales de tantos y tantos hombres que padecen y han padecido injustas persecuciones económicas, políticas y sociales por parte de los poderosos. Puede ser que quien así obra lo haga con una intención recta, pero el resultado ha sido y es deplorable. La religión cristiana no es un tranquilizante, sino un despertador. Si la religión adormece más que despierta las conciencias de los hombres, la consecuencia inevitable es la descomposición y la corrupción de esa misma fe a la que se dice defender y a la que –seguramente de buena fe- se hiere mortalmente.  

 

 

 

3. epílogo

 A modo de conclusión de lo expuesto en esta ponencia, ofrecemos las siguientes proposiciones que resumen nuestra crítica al pensamiento tradicionalista.

·      La Tradición no puede ser concebida como una herencia cristalizada en una serie de formas culturales que se suponen propias de un pueblo. La "unidad católica" en la actuación pública, la monarquía en el orden político y el foralismo en el orden social son meras formas culturales que en modo alguno pueden ser concebidas como válidas para todo tiempo y lugar.

·      Es un error grave pretender ligar unívocamente fe y cultura. La inmutabilidad de la fe no supone en absoluto una inmutabilidad en las categorías culturales. Éstas podrán ser cambiantes. Lo único que se exige a la cultura es que sea coherente con la fe.

·      El tradicionalismo pierde de vista el insustituible valor de la libertad humana por mucho que la afirme. El hombre es libre para hacer su propia cultura. Esta inalienable libertad no puede verse disminuida o eliminada por  el supuesto valor perenne de los denominados "valores de la Tradición".

·      El confesionalismo constituye un grave error en la historia. No puede ser visto como un bien perdido. En un Estado confesional la manifestación externa de la propia libertad queda severamente recortada, cuando no anulada por entero.

·      El supuesto paraíso cultural tradicionalista conduce a una cerrazón mental ante nuevas formas culturales. Cultura y fe deben armonizarse en el tiempo presente, es decir, en una Modernidad que presenta –nadie lo duda- errores, pero también aciertos de un valor incalculable.

·      La razón individual es capaz de buscar y descubrir lo más conveniente en orden a una justa convivencia. En uso de su libertad, el hombre puede participar en la búsqueda de soluciones temporales a los problemas culturales, sociales o políticos que se le presenten. La vida humana no debe ajustarse siempre a unas pautas únicas de comportamiento.

·      El pluralismo cultural es un bien a conservar y no puede sostenerse que el secularismo o el subjetivismo moral procedan de él. Pluralismo implica libertad, pero no relajación moral ni comportamientos asociales.

·      La libertad no se opone al orden. De ahí, por tanto, que la libertad no tenga límites. Es el mal uso de la libertad personal la que limita la propia libertad. Los otros no sólo no limitan nuestra libertad, sino que son el cauce para realizarla plenamente. La libertad implica necesariamente relación, es decir, debe ser vivida y realizada hacia afuera, hacia los demás. La libertad en sí misma no resulta peligrosa para el orden social. Es más, sin libertad no es posible hablar de orden social.

·      La libertad no es una consecuencia de la responsabilidad. Es la responsabilidad la que deriva de la libertad, que es lo primigenio. La libertad exige responsabilidad, pero el acento debe ponerse en aquélla y no en ésta por más importante que sea.

·      El orden verdadero promueve la libertad. La sociedad debe ordenarse en vistas a un fin primordial: que el hombre pueda ser libre, que pueda vivir mejor y más intensamente su libertad.

·      Es necesario reconocer la necesaria e inevitable libertad que los hombres, sean cristianos o no, tienen en su actividad pública. Aún más, la libertad pública es una exigencia de la propia fe cristiana.

·      El tradicionalismo vuelve sus ojos a esquemas culturales -que nunca volverán- en los que se considera como un ideal la alianza entre el Trono y el Altar, sin reparar en que esta concepción sociopolítica implica, en la práctica, la subordinación de la Iglesia al Estado, con todas las funestas consecuencias que de ello se derivan.

·      La sociedad no es un reflejo de los gobernantes; sino que son éstos los que son un reflejo de aquélla. La sociedad no se construye o estructura de arriba a abajo, sino justamente al contrario. No puede aceptarse como verdad que un gobierno monárquico asegure el orden y la justicia social más que otras formas políticas.

·      El advenimiento de un poder fuerte y respetuoso con los "valores de la tradición" no es en absoluto un presupuesto necesario para lograr la revitalización –o recristianización- de la sociedad. Esta revitalización social debe proceder más bien de las conciencias particulares que son las que conforman la sociedad y, en definitiva, el propio gobierno.

·      No es el gobernante -el Príncipe- el que debe decir -e imponer en su caso- lo que hay que hacer, sino que cada hombre, con ayuda del Príncipe -si se quiere- y con la de los demás hombres, tiene que hacer lo que libremente entiende que hay que hacer.

·      La reforma social debe recaer sobre la sociedad misma. Compete, por tanto y ante todo, a la capacidad de renovación del mismo cuerpo social. Al gobernante le corresponde fundamentalmente reanimar las fuerzas internas del propio tejido social, es decir, la conciencia de la responsabilidad social, pero nunca y bajo ningún concepto sustituirla.

·      Los movimientos sociales que pretenden un “progresismo” unilateral pueden producir trastornos por un cierto apartamiento del orden social natural, pero también aportan auténticos y valiosos elementos de renovación que hay que tener en cuenta. Por otra parte, un “conservadurismo” también unilateral no es en sí una salvaguarda de una tradición que se estima perenne, sino más bien un factor perpetuador de deficiencias sociales que pueden generar -por supuesto sin pretenderlo- un agrio proceso revolucionario.

·      No hay naciones que deban ser católicas porque ésta sea su esencia y tradición. La grandeza de una nación ni depende de la fidelidad a su supuesta “esencia histórica” ni de la realización de una pretendida misión histórica de carácter providencial.

·      No puede aceptarse que la relación que ha de mantener la Iglesia sea la de apuntalar el poder político, como si la Iglesia tuviese que custodiarlo. Más bien debe sostenerse que la Iglesia ha de vivificar la sociedad para que luego ésta –es decir, los hombres individuales que la constituyen- opten por lo que estimen más conveniente.

·      Los valores cristianos son siempre personales, manifestación de la libertad del hombre. Por tanto, no deben ser impuestos desde el poder político. Si así fuese, se incurriría en un confesionalismo nada deseable que suele degenerar en un moralismo que pretende reducir la religión a unas meras prácticas exteriores de comportamiento. La vivencia de los valores cristianos no está nunca garantizada por su imposición por parte del gobierno, por confesional que ésta sea.

·      No cabe hablar de una supuesta "edad de oro" en la que poder político y autoridad de la Iglesia alcanzaron poco menos que su más plena interacción. Esta visión idealizada de una época lleva a una añoranza de un pasado en el que se cree advertir la plenitud de aquello que se pretende defender.

·      La discusión política es necesaria en una sociedad plural. Por eso, los partidos políticos no son en absoluto factores de desunión y división, sino manifestación de esa riqueza de soluciones propia del pluralismo social. El sistema democrático no es peligroso, sino la forma de gobierno más adecuada a una sociedad desarrollada en la que se afirma con fuerza la libertad personal y la primacía de la vida social sobre el dirigismo estatal.

·      El confesionalismo de Estado es incompatible con una verdadera libertad religiosa y conduce necesariamente a planteamientos clericales que relegan a un segundo plano la libertad personal.

·      No puede aceptarse como verdadero que la descristianización proceda exclusivamente de fuerzas adversas a la Iglesia. “Los malos” no son exclusivamente los demás, ni la defensa de la religión es sinónimo de lucha contra esos supuestos enemigos. El catolicismo, con o contra el Estado, es una religión y como tal no puede vivir más que donde vive por sí mismo, es decir, en el interior de las conciencias. Si se establece como mera institución, o no subsiste más que como hecho sociocultural, se le desnaturaliza por completo.

·      No puede confundirse la democracia como sistema de gobierno con el liberalismo, que es una forma de pensamiento social y político, que si bien tiene algunos planteamientos erróneos, son sin duda corregibles.

·      Debe distinguirse en el liberalismo la reclamación lícita que hace de las libertades públicas y privadas que corresponden al ciudadano de la perspectiva desde la que las reclama, es decir, la libertad de conciencia entendida no como respeto a las creencias ajenas, sino como mero subjetivismo moral.

·      El principio de soberanía popular no sólo no es rechazable, sino que está implícito en la mejor tradición del Derecho Natural. Está fuera de toda duda que este pensamiento influyó e influye, de modo muy especial en el constitucionalismo anglosajón, en las Constituciones de las democracias modernas y en sus declaraciones de derechos.

·      Una conciencia bien formada incluye a la vez la dependencia consciente respecto a Dios y la libertad de opciones dentro de la vida social. Estas dos ideas no son antagónicas, sino que la libertad en lo temporal se asienta o deriva del hecho mismo de que Dios ha creado al hombre libre y le ha hecho dueño de lo creado incitándole a tomar posesión de ello. La sociedad debe reorganizarse desde la sociedad misma, es decir, de “abajo a arriba” y no al margen de la sociedad, es decir, de “arriba a abajo”.

·      No puede identificarse el “ser español” con el “ser católico”. No hay una forma tradicional de “ser español”, ni el catolicismo forma parte de la esencia de “lo español”. Si malo es identificar “lo católico” con “lo español”, peor aún es identificar “lo católico” con los dogmas culturales de la Tradición.

·      La verdad no puede imponerse desde posiciones de fuerza ni la legitimidad de la potestad deriva, en primer lugar, del mantenimiento del “orden social”. No es un modelo social aceptable aquél que intenta imponer una justicia estática a través de una potestad fuerte dispuesta a no permitir variaciones en la estructura de la sociedad. Esto no es orden público, sino imposición pública.

·      Lo que se ha dado en llamar, no sin un cierto tremendismo, la “apostasía de las masas” tiene su causa principal no en los enemigos de la religión, sino en la propia incomprensión de los nuevos tiempos por parte de los propios católicos, aferrados a una concepción cultural fosilizada como es el tradicionalismo.

·      La unidad de los católicos en los terrenos políticos, sociales y culturales no es en absoluto algo deseable. Por tanto -y entiéndasenos bien- no cabe afirmar con rigor que existan partidos políticos católicos, ni instituciones católicas, ni arte católico, ni literatura católica, ni épocas católicas, ni naciones católicas. Propiamente, sólo son católicas las conciencias.

·      La “unidad religiosa” es un bien siempre que sea correctamente entendida. Es un bien si con esta expresión se alude a unas comunes creencias sentidas y vividas en todas y cada una de las conciencias de los ciudadanos que integran una nación, pero es un mal si se pretende que tal “unidad religiosa” parta de una decisión unilateral y autoritaria del Estado, es decir, si hace referencia a una oficialidad de la religión. lúdico o mercantilista.

·      Ni España, ni ninguna otra de las mal llamadas "naciones católicas" tiene misión histórica alguna encargada por la Providencia. La Providencia divina no hace referencia a fines nacionales, culturales ni políticos.

·      La principal dificultad para aceptar la manera cristiana –y por tanto libre- de entender la vida personal y la Historia proviene con frecuencia del olvido de la razón. En no pocas ocasiones el hombre no organiza la vida social y personal sobre la base de una concepción racional de la vida, capaz de orientar la acción libre de su voluntad, sino mediante la fuerza y la violencia de un sentimiento ciego, que no entiende de razones.

·      La violencia no es una vía acertada para garantizar el orden, ni la verdad debe defenderse con la armas en la mano. El discurso siempre beligerante del tradicionalismo, que no ahorra descalificaciones hacia el pacifismo, nos parece rechazable. Es más, nosotros diríamos que el pacifismo es algo loable, que proviene precisamente del horror a las confrontaciones bélicas. Nos parece que los católicos, huyendo de falsos sentimentalismos, deben colocarse siempre junto al más débil y junto a aquéllos que sufren, en todo tiempo y lugar, persecución inmerecida. No se puede esperar nada del odio, si no es el odio mismo y la destrucción. A nuestro entender, la acción católica, no existe, por definición, fuera de la caridad. No hay guerra justa, ni la justicia puede ser nunca guerrera. Hay que procurar siempre que se imponga, en la resolución de los inevitables problemas humanos, lo que podríamos llamar "la amable fuerza de la paz".