¿Ordenó suficientemente la nueva ley al hombre en los
actos interiores’
Objeciones por las que parece que la ley nueva no ha
ordenado suficientemente al hombre respecto a los actos
interiores.
1. Los preceptos del Decálogo que ordenan al hombre
para con Dios y el prójimo son diez. Pero el Señor sólo
perfeccionó algo tres de ellos, a saber: la prohibición
del homicidio, del adulterio y del perjurio. Luego parece
que ordenó insuficientemente al hombre omitiendo el
completar los otros preceptos.
2. El Señor en el Evangelio no ordenó nada relativo a
los preceptos judiciales, a no ser acerca del repudio de
la esposa, sobre la pena del talión y sobre la persecución
de los enemigos. Pero en la antigua ley hay muchos otros
preceptos judiciales, como se ha dicho antes. Luego, en
cuanto a esto, no ordenó suficientemente la vida de los
hombres.
3. En la ley antigua, además de los preceptos morales
y judiciales, había otros ceremoniales. Acerca de estos
nada ordenó el Señor. Luego parece que ordenó
insuficientemente (la vida humana).
4. Para la buena disposición interior del alma hace
falta que el hombre no haga ningún acto bueno por
cualquier fin temporal. Pero hay otros muchos bienes
temporales, además del favor humano, y otras muchas obras
buenas, además del ayuno, la limosna y la oración. Luego
no parece conveniente que el Señor haya enseñado a evitar
la gloria del favor humano tan sólo sobre estas tres cosas
y no diga nada de los bienes terrenos.
5. Es del todo natural que el hombre se preocupe de
las cosas que necesita para vivir, y en esa solicitud
coinciden también con el hombre los demás animales. Por
eso se dice en Prov 6,6.8: Mira, ¡oh perezoso!, a la
hormiga y considera su modo de proceder; se prepara en el
verano el alimento y reúne las provisiones de las que se
alimentará Pero todo precepto dado contra la
inclinación de la naturaleza es malo por ser contra la ley
natural; luego parece que el Señor prohibió sin razón la
solicitud por el alimento y el vestido.
6. No debe prohibirse ningún acto de virtud. Pero el
juicio es acto (de la virtud) de la justicia, según
aquello de Sal 93,15: Hasta que la justicia se
convierta en juicio. Parece, por tanto, que el Señor
prohibió de forma poco conveniente el juicio. Y así,
parece que la nueva ley ordenó insuficientemente al hombre
respecto de los actos interiores.
Contra esto: Está lo que dice San Agustín en el libro
De serm. Domini in monte: Debe considerarse que,
cuando dice (el Señor): «El que oye estas palabras
mías», claramente dio a entender que este sermón del Señor,
en el que se contienen todos los mandatos que informan la
vida cristiana, es perfecto.
Solución: Como consta por el testimonio de San Agustín
antes aducido, el sermón que pronunció el Señor en el
monte contiene toda la información sobre la vida
cristiana, pues en él se ordenan con perfección los
movimientos interiores del hombre. En efecto, después de
exponer el fin de la bienaventuranza y de ensalzar la
dignidad de los apóstoles, por los cuales había de ser
promulgada la doctrina evangélica, ordena los movimientos
interiores del hombre, primero en sí mismo y luego en
orden al prójimo.
En sí mismo lo hace de dos maneras, según los dos
movimientos interiores del hombre, que son la voluntad de
lo que hay que obrar y la intención del fin. Y por eso,
primero ordena la voluntad del hombre según los diversos
preceptos de la ley que prescribe abstenerse no sólo de
las obras exteriores malas en sí mismas, sino también de
las interiores y de las ocasiones de mal. Después ordena
la intención del hombre, mandando que en las cosas buenas
que hacemos no busquemos la gloria humana ni las riquezas
del mundo, lo cual es atesorar en la tierra.
Consiguientemente, ordena los movimientos interiores del
hombre con relación al prójimo, para que no le juzguemos
temeraria, injusta o presuntuosamente, pero que tampoco
seamos tan negligentes con él que le entreguemos las cosas
divinas si es indigno de ellas.
Por fin, enseña el modo de cumplir la doctrina evangélica,
a saber: implorando el auxilio divino, procurando entrar
por la puerta estrecha de la virtud perfecta, poniendo
sumo cuidado en no ser pervertidos por los impostores. Y
que la observancia de sus mandamientos es necesaria para
la virtud, no bastando la sola confesión de la fe ni el
obrar milagros, ni el simple escuchar.
Respuesta a las objeciones:
1. El Señor exige el cumplimiento de aquellos
preceptos de la ley cuyo verdadero sentido no entendían
los escribas y fariseos. Esto sucedía sobre todo en tres
preceptos del Decálogo; pues en la prohibición del
adulterio y del homicidio sólo creían prohibido el acto
exterior, no el deseo interior. Esto lo creían más del
homicidio y adulterio que del robo o del falso testimonio,
pues el movimiento de la ira, que tiende al homicidio, y
el movimiento de la concupiscencia, que tiende al
adulterio, parecen de alguna forma ser más naturales en
nosotros, pero no así el deseo de hurtar o de proferir un
falso testimonio. En lo que se refiere al perjurio, tenían
una falsa interpretación, creyendo que el perjurio era
ciertamente pecado, pero que el juramento era por sí mismo
deseable y así debía ser frecuentado, por parecer que
pertenece al honor de Dios. Por eso el Señor enseña que el
juramento no debe desearse como cosa buena, sino que es
mejor hablar sin juramento, a no ser en caso de necesidad.
2. Los escribas y fariseos, en lo tocante a los
preceptos judiciales, erraban en dos cosas: primero,
porque reputaban como justas algunas cosas que en la ley
de Moisés se consideraban meras permisiones, a saber, el
repudio de la esposa y el recibir de los extraños usuras.
Por eso el Señor prohibió, en Mt 5,32, el repudio de la
esposa y, en Lc 6,35, el recibir usura, diciendo: Dad
prestado y no esperéis nada por ello.
Por otro lado, erraban al creer que algunas reglas,
instituidas por la antigua ley con espíritu de justicia,
debían ejecutarse por deseo de venganza, por codicia de
los bienes temporales o por odio a los enemigos. Esto
sucedía en tres preceptos; pues creían lícito el deseo de
venganza, a causa del precepto sobre la pena del talión,
que fue dado para mejor guardar la justicia, no para que
el hombre buscase la venganza. Por eso, el Señor, para
impedir esto, enseña que debe tener el hombre un espíritu
tal, que esté preparado en caso de necesidad a sufrir aun
las mayores (injurias). Juzgaban, además, lícita la
codicia, a causa de los preceptos judiciales en que se
ordena la restitución de lo robado y algo más, como se ha
dicho antes. Esto lo mandó la ley para guardar la justicia,
no para dar lugar a la codicia. Por eso el Señor enseña
que no exijamos nuestros bienes por codicia, sino que
estemos dispuestos a dar más aún si es necesario. El odio
lo creían lícito a causa de los preceptos dados por la ley
sobre la muerte de los enemigos. Esto lo mandó la ley para
cumplir con la justicia, como se ha dicho, no para
satisfacer el odio. Y por eso el Señor enseña que debemos
amar a los enemigos y estar preparados, en caso de
necesidad, aun para hacerles bien. Pues estos preceptos
deben entenderse en la preparación de ánimo, como
expone San Agustín.
3. Los preceptos morales deben subsistir totalmente en
la nueva ley, porque pertenecen en sí mismos a la esencia
de la virtud. En cambio, los judiciales no quedaban
necesariamente en la forma determinada por la ley, sino
que dejaba a la voluntad humana establecer si se actuaba
de una manera o de otra. Por eso dio convenientemente el
Señor sus normas acerca de estas dos clases de preceptos.
Pero la observancia de los preceptos ceremoniales
desapareció totalmente ante la realidad que ellos
representaban, y por eso nada se ordena sobre estos
preceptos en aquella doctrina común. Muestra, sin embargo,
en otro lugar, que todo el culto corporal, determinado en
la ley, habrá de ser cambiado en culto espiritual, como
consta en Jn 4,21.23, donde dice: Llegará un tiempo en
que no adoraréis al Padre ni en este monte ni en Jerusalén,
sino que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en
espíritu y en verdad.
4. Todas las cosas mundanas se reducen a tres: los
honores, las riquezas y los placeres, según aquello de 1
Jn 2,16: Todo lo que hay en el mundo es concupiscencia
de la carne, lo cual pertenece a los placeres de la
carne; y concupiscencia de los ojos, que pertenece
a las riquezas, y soberbia de la vida, que abarca
la ambición de gloria y de honor. Pero la ley no prometió
los placeres superfluos de la carne, antes bien los
prohibió. En cambio, prometió la grandeza del honor y la
abundancia de riquezas, pues en Dt 28,1 se dice: Si
escuchares la voz del Señor, tu Dios, el Señor te hará más
grande que todos los pueblos; esto referente a la
primera parte. Y poco después añade, tocante a la segunda:
Te haré abundar en todos los bienes. Estas cuales
promesas las entendían los judíos tan depravadamente, que,
según su sentencia, había de servirse a Dios por ellas
como por único fin. Por eso el Señor condena esto,
enseñando primero que no deben hacerse las obras de virtud
por la gloria humana. Y pone como ejemplo tres obras, a
las cuales se reducen todas las demás; pues todo lo que
uno hace para refrenarse a sí mismo en sus concupiscencias,
puede reducirse al ayuno; todo lo que se hace por amor del
prójimo, se resume en la limosna; y lo que se hace para
dar culto a Dios, se compendia en la oración. Menciona
especialmente estas tres cosas como las principales y por
las que solemos ante todo buscar la gloria humana. En
segundo lugar, enseñó que no debemos poner el fin en las
riquezas, diciendo: No amontonéis tesoros en la tierra.
5. El Señor no prohíbe la necesaria solicitud, sino la
desordenada, que puede serlo por cuatro capítulos, en
cuanto a las cosas temporales que deben evitarse: Primero,
no poniendo en lo temporal el fin ni sirviendo a Dios
únicamente por las cosas necesarias para comer y vestir.
Por eso añade: No atesoréis, etc. Segundo, no
viviendo tan preocupados por las cosas temporales, que
desesperemos del auxilio divino. Por eso dice el Señor:
Ya sabe vuestro Padre celestial que necesitáis todo eso.
Tercero, no ha de ser una solicitud presuntuosa, como
quien espera poder procurarse de lo necesario para la vida
por solas sus propias fuerzas, sin el auxilio divino. Esto
lo indica el Señor así: el hombre no puede añadir a su
estatura ni lo más mínimo. Cuarto, porque el hombre se
ocupa ahora, no de lo que mira al tiempo presente, sino a
la preocupación del futuro. Por eso dice: No os
preocupéis del día de mañana.
6. El Señor
no prohíbe el juicio de justicia, sin el cual no pueden
negarse a los indignos las cosas santas; lo que prohíbe es
el juicio sin fundamento, como acabamos de decir. |